Imagen de portada del texto "Para-contar", de José Luis Pemberty.

Para-contar

[Crónica]

Hace unos años, entre los ganadores de un concurso, quedó un muchacho con un ensayo titulado Batman, el paramilitar de Ciudad Gótica. Yo me quedé antojado de leerlo, esperando encontrar en él unas buenas dosis de crítica a los paras y a la cultura pop por igual. Sin embargo, aunque ya vamos para mitad de año y el premio se entregó en noviembre, nada se ha sabido de la publicación de los textos ganadores, que vendrá por cuenta del gobierno… O sea que de pronto no vendrá1.

Hace varias semanas, entendí algo de lo que creo que hay en ese título.

Estaba volviendo de cenar con amigos y me bajé del Metro en Parque Berrío para ir a la Oriental y coger un bus para mi casa. El centro estaba ya bastante solo, un par de personas se bajaron también en esa estación y tomaron un rumbo diferente al mío, algunos vendedores de chicles y cigarrillos y gamines quedaban en el parque. Salí por el lado que da a la Plaza Botero y empecé a subir hacia La Playa.

Más o menos en la mitad de la cuadra que va desde el edificio de La Naviera de la UdeA hasta la esquina del Coltejer, dos hombres, con un paso de lo más silencioso, me abordaron desde atrás con una navaja cada uno. Uno de ellos iba de verde, era moreno y más o menos de mi contextura, aunque más desaliñado, con pinta de barrista del Nacional que lleva una semana de fiesta; del Nacional era también su sombrero verde de pescador. El otro, curiosamente, iba de rojo. Cachucha y camisa rojas, pero a ese no lo vi muy bien, pues fue el que me llegó por un flanco y se agachó para revisarme los bolsillos y sacarme todo lo que encontrara; mientras tanto, yo forcejeaba con el otro, agarrándole en lo alto las dos manos por la muñeca como cuando uno está evitando que le hagan cosquillas. Alcancé a sentir varias veces en los dedos y en el brazo que sí venía bien afilada la navaja, con rozaduras sutiles, como las que le da uno a su propio cuchillo de cocina.

Pocas fueron las palabras que se dijeron en el lance: «No se haga chuzar, parcero», «Déjeme los papeles», «El bolso no» y «¿Cómo que no, hijueputa?». Lo último se dijo con una convicción casi moral, que transmitía la sensación de que ese muchacho sentía de verdad que yo estaba en toda la obligación de dejarme quitar lo que pidiera y él en todo el derecho de exigirlo.

Alzó la navaja, la bloqueé con las manos, arrebató el bolso, que era de esos de llevar cruzado con una correa desde el hombro y caer a un lado de las caderas, y salió corriendo. El otro, que ya iba varios metros lejos con lo de los bolsillos, recibió un fogonazo de piedad y cumplió una de las peticiones: tiró la billetera al piso junto con varias cosas de las que había adentro.

El saldo de la pérdida: celular; la plata de la billetera; el carné de la Universidad, que no me lo quitaron al graduarme porque me gradué por ventanilla, la ventanilla de Google Teams abierta en el computador; un pañuelito para limpiar las gafas y un cholito que mantengo para cogerme el pelo. Eso, de los bolsillos, que eran jurisdicción del de rojo. El otro, en el bolso, solamente se llevó mi lector de libros electrónicos. El bolso iba muy vacío porque su principal tarea era llevar, en la tarde, los libros que iban para los amigos y una chompa, que ya tenía yo puesta. Cuando le dije al de verde que no se lo llevara, era mucho por mí y por mis libros, pero también era por él, que se estaba esforzando por una vaina con la que después se iba a encartar, no iba a saber cómo manejar y no iba a encontrar a quién venderle.

Cagado del susto, seguí en mi dirección. Di algunos pasos y se me parquearon al lado dos que iban en una moto. Me preguntaron si me habían atracado y salieron persiguiendo a los dos ladrones. Me hicieron señas de que los siguiera.

En esa esquina de La Naviera, se bajó el parrillero, que después vi que era una muchacha de pelo largo teñido de rojo. Se bajó porque el de verde se había ido por la callecita peatonal llena de bares y casinos que va desde ahí hasta el edificio de la policía que hay frente a la estación del Metro. Cuando menos pensé, era que estaba sacando y engatillando una pistola negra. Según me dijo después, vio cómo el ladrón estaba dejando las cosas robadas repartidas por los jardincillos medio muertos donde cagan los que viven en el parque y se puso encima un saco para coger un carrito de ventas ambulantes de dulces y cigarrillos y demás que vicio.

La muchacha recogió lo que más fácil se veía, que era el bolso con la Kindle. El celular y el dinero andaban ya perdidos en sus escondites. Me entregó el bolso y se acercó al ladrón, gritándole. Cuando él se hizo el sordo, hizo dos disparos hacia el suelo y ahí sí todo el mundo se dio cuenta de quién estaba hablando. Los poquitos que había por ahí se fueron, y el de la chaza de dulces y vicio se tiró al suelo.

En pocos segundos llegó la policía. Unos minutos más tarde, llegó el novio de la muchacha, conductor de la moto, que no había podido alcanzar al ladrón de rojo. Avisados todos de que me faltaban la plata y el celular (también el trapito de las gafas y el cholo, pero de esos no dije nada), los policías y los dos de la moto empezaron a preguntarle por las cosas y a amenazarlo con pegarle. Él decía que no había tenido nada que ver y que el bolso lo había dejado ahí otro que pasó corriendo antes, que él solo lo había cogido por curiosidad y a su vez lo había botado al suelo por miedo de que lo acusaran del robo. Pero la muchacha lo venía persiguiendo y vio todo, además aparecieron varios chismosos que pasaban por ahí y algunos de ellos afirmaron haber sido víctimas también del hombre.

Como no decía dónde habían quedado las cosas, entre todos le fueron pegando primero como por costumbre y después con una saña y un desprecio que me hizo sentir mal por haberlo puesto en esas. Pero así tampoco entregó nada. Entonces entre varios nos pusimos a buscar por ahí y el celular apareció, encontrado por uno de los policías, en esos jardincitos que reciben tanto abono orgánico.

Todo se dio por terminado. La plata probablemente la tenía el otro, que ya estaba más que fuera del alcance, y no se podían quedar todos pegándole al atracador toda la noche, porque tenían mucha gente a la que ir a pegarle durante el patrullaje. Se subió al capturado a la patrulla, me dieron sus datos para que pusiera una denuncia (Los borré y no la puse… Porque ¿pa’ qué?) y todos escogieron algunas cosas de la chaza rodante. Lo que quedó también se subió a la patrulla y me imagino que se repartió por los escritorios de todo el comando o que acompañó las rondas de esa noche para ir picando entre una cosa y la otra.

De todas formas, tuve que seguir caminando hasta mi casa. Con la satisfacción de haber recuperado mi aparato para los libros, que era de lo que más me preocupaba, y mi celular, con el que ahora podía contestarle a mi mamá y a mi novia que nada había pasado esa noche, para no preocuparlas. Y con un miedo impresionante que me pisaba los pasos Playa arriba, suspicaz con todos los que aparecían por ahí y preparadísimo para no sé qué reacción instintiva, probablemente desocupar las vísceras y salir corriendo.

El evento melló mi confianza para andar por la ciudad de una manera que todavía no se ha podido recuperar totalmente y que temo que no se reponga. Y además de eso, me puso a pensar en lo debuenas que fui, de no haber sido herido en el forcejeo y de haberme encontrado con dos civiles armados en una moto, gracias a quienes recuperé lo más importante de mis pertenencias.

Sin embargo, no puedo dejar de pensar en que, fueran lo que fueran esos dos de la moto (policías de civil, sicarios, paracos, brigadistas de la limpieza social, pandilleros o integrantes de una dudosa empresa de seguridad), son algo que muchas veces he alegado que no debería de existir en nuestro país y que ese alivio que yo sentí, de no estar completamente indefenso, es una cosa que pueden haber sentido una infinidad de personas cuando la figura de seguridad más cercana que tienen es la bacrim del barrio, el narco de la zona o el campamento guerrillero que domina el pueblo, ante la ineficiencia y el olvido del Estado, o su complicidad. Y también deben de sentir lo mismo los pasajeros del avión secuestrado rescatado por Supermán o los rehenes amarrados a bombas liberados de noche por Batman. Son personajes fuertes que patrullan de noche para equilibrar la balanza del lado de los justos, los débiles y los buenos, cuando no hay quién más.

Lástima que en nuestra historieta es mucho más difícil que en las de DC Cómics precisar qué es lo justo. Y que incluso Platón y Santo Tomás se volverían un ocho con el desbarajuste que nos hemos armado en el problema de quiénes son los buenos, que lo más probable es que ya ni los hay.

De todas formas, hablando de los buenos, si nos íbamos a poner con superhéroes, yo hubiera preferido que viniera a salvarme el Chapulín Colorado, pero no estaba tampoco en posición de exigir.

Notas

  1. La presente crónica fue escrita en 2021 y el texto ya fue publicado. ↩︎

José Luis Pemberty (Yarumal, 1996): Filólogo hispanista de la Universidad de Antioquia. Escribe cuento y poesía. Ha sido integrante asiduo del Taller de literatura El Sueño del Pino. En 2020 obtuvo el primer puesto en el Concurso Nacional de Escritura, promovido por el Ministerio de Educación de Colombia, con el cuento titulado «La partida». Ese mismo año publicó A Oscuras, su primer poemario. Sus textos han aparecido en diferentes revistas y antologías.

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