[Ensayo]
Cada vez es más frecuente que, luego de escuchar una canción, ver un video o teclear algo en internet, una suerte de conjuro aprisione nuestro historial en las redes sociales o en los omnipotentes motores de búsqueda. Cantantes, creadores de contenido o zapatos de una marca determinada, se transforman en un recordatorio que invade nuestra solitaria mirada sobre las pantallas, apareciendo en forma de anuncios que no se esfumarán hasta que adquiramos un plan premium. La situación ha escalado a un punto tal que, incluso, como lo informan en un reciente artículo de la BBC, varias de las compañías más importantes del mundo han sido acusadas de vender datos a terceros a fin de precisar nuestras preferencias culinarias, políticas, artísticas o religiosas, para vendernos productos.
Gracias al machine learning, si comentamos una publicación, reaccionamos con un like o damos clic en un sitio, el mensaje que estamos enviando al sistema es que nos gusta eso en particular y la máquina sugerirá aquello que se ajusta a las predilecciones registradas. Dicha posibilidad no sería cuestionable si siempre nos ciñéramos a lo que nos agrada, si las viejas emociones no variaran en absoluto al someterlas a la negra espalda del tiempo, para usar una metáfora del escritor español Javier Marías.
En lo que respecta a la literatura, esta también se despliega en plataformas administradas por algoritmos que extraen datos. Basta buscar un libro en Google para que una línea de código establezca, en forma de publicidad de alguna editorial o librería, que queremos leerlo. El arte está a merced de la matematización de las palabras, y por eso, como propone el escritor argentino Hernán Vanoli en su ensayo El amor por la literatura en tiempos de algoritmos, el mundo de hoy se asemeja mucho más a las distopías de la ciencia ficción de novelistas como Philip K. Dick o Isaac Asimov, que al descarnado realismo de Tolstói o Balzac que fijó el canon del siglo pasado.
Los escritores, otrora artífices de la ficción en rebelión contra la realidad —como asegura el escritor peruano Mario Vargas Llosa—, hoy día parecen tener la obligación de ser programadores en lugar de narradores y, en virtud de ello, no resulta inverosímil que novelas escritas por inteligencias artificiales sean finalistas en premios literarios o que existan páginas web que pretendan escribir poesía.
Sobre estas últimas, vale la pena mencionar una de las más curiosas: https://www.motorhueso.net/pac/, desarrollada por el poeta mexicano Eugenio Tisselli. Esta funciona con un sencillo mecanismo: el usuario introduce una frase que es inmediatamente traducida al inglés, para sustituir algunas palabras por sinónimos y, finalmente, regresarla al español. Al acceder a ella y hacer un breve ejercicio copiando y pegando un fragmento de Canción de la vida profunda, un poema de Porfirio Barba Jacob: «Hay días en que somos tan móviles, tan móviles», el resultado es, simplemente, anodino: «Aquí hay años en los que es posible que no presente una respuesta».
La evidente pérdida de sonoridad de los versos sería suficiente argumento para demostrar que los algoritmos no escriben poemas; pero además de eso, esta página web distorsiona el sentido de las frases, las trastoca, procurando darles una profundidad de la que carecen, bajo una premisa que sugiere que la poesía sólo enrarece las palabras y las ideas, cuando, al contrario, lo que un poeta intenta es aclararlas.
Por esta razón, en circunstancias como la descrita, en las que intentamos crear arte con herramientas aparentemente vanguardistas, las voces del pasado resuenan con una especial autoridad, siendo Jorge Luis Borges —aquel poeta que acaso anticipó a Wikipedia con su biblioteca de Babel y a los celulares con su Aleph—, quien nos señale que la creación poética, al ser un hecho lingüístico, no se corresponde con la realidad, sino con la estética. En consecuencia, la belleza de un poema no es el resultado de un artilugio, sino de una sensación.
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Ahora bien, según la RAE, un algoritmo es «un conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema». Esta definición no es muy elocuente y, al establecer que el algoritmo es una solución, permite interrogar por la naturaleza de las problemáticas que procura resolver. En este punto, entonces, se advierten dos contradicciones: a) al ser un conjunto finito de operaciones, el problema debe resolverse lógica o matemáticamente, por lo tanto, las soluciones pueden ser infinitas; y b) los problemas relacionados con abstracciones más conceptuales que concretas carecen de sentido.
A simple vista, el carácter de los algoritmos es meramente operativo, pero, como sucede con toda la fundamentación matemática de la realidad, su alcance despierta cierta suspicacia. Desde la Antigua Grecia, la idea pitagórica del universo como número ha obviado cuestiones esenciales de la condición humana: los sentimientos, la organización social o la fe, escapan a estos razonamientos. La cólera de Aquiles —o su carrera contra una tortuga— no puede ser explicada sólo por la sumatoria de sus decisiones.
En síntesis, como asegura Vanoli: «los algoritmos son el límite material que el misterio del lenguaje enfrenta hoy». Así que, aunque se encaminen hacia aquellos espacios que han definido lo humano, siendo el arte uno de los más relevantes, lo cierto es que, como afirman Richard Benjamins e Idoia Salazar en su libro El mito del algoritmo, aspectos como la creatividad o la emotividad escapan de sus dominios. Incluso, con páginas web como: https://sites.research.google/versebyverse/, que crea poemas imitando el estilo de poetas destacados, elegidos por el usuario, los resultados obtenidos son siempre enmarañados.
Tal vez en el futuro estas herramientas servirán para mejorar la manera en que se enseña literatura o se aprenden poemas. Posiblemente, gracias al machine learning, nuestra relación con la poesía no se tratará exclusivamente de memorizar, como en el colegio, una sucesión de rimas, sino de diferenciar aquellas misteriosas emociones que encapsulan las imágenes de un verso. Aunque los algoritmos no escriban poemas, pues las máquinas no sienten, a lo mejor, en los próximos años, nos ayuden a recitarlos o a comprobar cuál, en definitiva, sacudirá nuestra sensibilidad.
Ensayo ganador del Concurso Nacional de Escritura, año 2022
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JUAN DANIEL MAZO: Psicólogo y economista, magíster en estudios del comportamiento. Integrante del taller de literatura El Sueño del Pino, con el que ha publicado su producción literaria en la revista Alas de Papel. Ganador del Concurso Nacional de Escritura (2022) en la modalidad de ensayo. Actualmente es docente de cátedra de la Escuela de Artes y Humanidades de la Universidad EAFIT. Disfruta de novelas, libros de divulgación, poemas y artículos de opinión, además de entrevistas o podcast de diferentes escritores.
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