[Reflexión]
Si las drogas, como lo dice Michel Serres, «funcionan como protecciones contra las angustias asociadas a la muerte y al tiempo», está ampliamente justificada su sentencia de que «los animales no se drogan», pues estos no tienen de la muerte ninguna percepción. Esta opinión la comparte Borges cuando escribe que «el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante». Diríamos entonces que el animal ya es mágico de por sí, que vive en la espontaneidad y no requiere de estos paraísos artificiales ―es de Baudelaire el concepto― en que el bípedo humano se vive metiendo para su ilusorio placer y prolongada desgracia. Porque como lo deja muy bien explicado Serres, drogarse no se restringe al hecho de mascar tal hierba o inhalar tal sustancia como placebos momentáneos, sino que se trata, en esencia, de hacer de la toxicomanía una enfermiza y muchas veces sangrienta forma de vida.
Sabiendo a los animales despojados de tan empecinado ejercicio, por qué no atribuirles la capacidad de un sentimiento tan noble como el del amor, limpio de nuestras tergiversaciones que mucho se parecen a las de las drogas. Si como también escribe Serres, «en amor nos conducimos como animales», pero más prosaicos: «privados del heroísmo que el instinto comanda y devasta», es evidente que el amor entre los animales es más potente que nuestras pobres imitaciones, culpa de nuestro desprogramamiento. Pero el sentimiento del amor más notable entre ellos, desprovisto además de la trampa de la reproducción, es el que pueden llegar a sentir hacia sus amos. Es de sobra conocido que ante la ausencia prolongada de estos, los nobles animales pueden llegar a enfermar o incluso morir, y existe el caso excepcional de Hachiko, el perro fiel que esperó cerca de diez años a su amo en la estación de tren luego que este muriera.
Si los animales están libres de nuestro hábito peligroso de drogarnos, tienen por ello una protección significativa contra la locura. Si no conocen esta vida voluntariamente contaminada que nosotros llevamos, y pueden abrigar amor sincero y fiel, ¿por qué el hombre puede disponer de sus vidas, su energía y su espacio natural? La sentencia de la Corte que establece que los animales son seres sintientes y sujetos de derechos es la consecuencia inevitable de un cambio de paradigma que la humanidad ha ido alimentando en las últimas décadas, que no debiera solo quedarse en el papel.
Pero desalienta ver cómo el hombre ha dejado de ser un lobo para el hombre y ha comenzado a ser un hombre para los lobos ―siempre lo fue―. El terror destructor hacia estos animales que evolucionó en la licantropía, ha perdido toda validez en los tiempos actuales en que el homo sapiens desmonta la selva del Amazonas para convertir los terrenos en potreros o convierte los ríos y quebradas en vertederos de venenos usados por la minería. No es necesario enumerar todos los casos de este largo etcétera de destrucción descarada de la naturaleza que el hombre ha emprendido, como si se tratara de un bien que un supuesto Dios puso en sus manos para tormento de las demás formas inferiores de vida.
Espacio
Bibliografía
Jorge Luis Borges. «El sur». Borges esencial. Barcelona: Penguin Random House, 2017.
Michel Serres. «¿Somos animales en el amor?». Le Pommier (2002). Traducido por Luis Alfonso Paláu (Medellín, septiembre 11 de 2004).
Michel Serres. «Drogas». Revista Educación y Pedagogía, no. 4 (mayo de 2015): 96-101. Enlace de consulta.
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