La «Breuíssima relación» de Las Casas

[Reseña]

Entre los méritos más comúnmente atribuidos al obispo don fray Bartolomé de las Casas, de la orden de los dominicos, se encuentran los de: ser el creador de la leyenda negra de la Conquista española; ser el padre del indigenismo (o indianismo) americano; padre de los derechos humanos; impulsor, vaya paradoja, de la trata de negros en América; y la consideración más valiosa: primer humanista, intelectual, pensador crítico, escritor y filántropo del Nuevo Mundo. Los datos biográficos nos dicen que su padre estuvo en las carabelas del segundo viaje de Cristóbal Colón, lo que lo convierte en un hijo del Descubrimiento, del que tuvo noticias de primera mano, llegando a convivir con un indio taino que el Almirante regaló a su padre. Se dice también que estudió en Salamanca y con alguna orden sacerdotal menor viajó en 1502 a las tierras colombinas como doctrinero. Después de ordenarse sacerdote en Roma regresó a las Indias en 1509 en la flota de Diego Colón, hijo de Cristóbal, y el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, le concedió una encomienda, de la que se avergonzaría más adelante y que sin duda sumó a las razones que lo llevaron a asumir la posición de enconada defensa de los indios, que es la razón por la que hoy, cinco siglos después, se sigue hablando de él. 

Mucho es lo que se ha dicho y escrito sobre el dominico, tanto que es difícil no incurrir en tautología al querer decir algo más. La primera mención que conocí del nobel humanista fue por medio de Jorge Luis Borges, que en su Historia universal de la infamia no le negó su ironía cuando escribió que «En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas» (Borges 2011). De esta «curiosa variación de un filántropo» se arrepentiría también nuestro heterodoxo protagonista, porque sin saberlo propuso lo que terminó siendo el episodio más cruel de esclavitud en toda la historia humana. Luis Nicolau D‘Olwer en Cronistas de las culturas precolombinas escribe que «La vehemencia apostólica de sus campañas, unida a la exageración andaluza de Las Casas, por lo menos en lo que se refiere a números y magnitudes (…) han estereotipado la imagen de fray Bartolomé como la del polemista por excelencia. Imagen incompleta, porque si Las Casas era polemista, un formidable polemista, era, al mismo tiempo y no en menor grado, un jurista y un historiador preocupado ante todo por la verdad y la justicia» (D‘Olwer 1963). Sobre Bartolomé de las Casas hay excesiva bibliografía, y su figura da para mucho, mi objetivo concreto en este caso es dar una mirada a su obra más divulgada y conocida.

La Breuíssima relación de la destruyción de las Indias, cuya primera edición data de 1552, fue el libro más difundido en la época sobre temas del descubrimiento de América, lo cual ya es mucho decir, considerando el enorme éxito que tuvieron estos manuscritos en los lectores europeos de entonces, y según palabras de Trinidad Barrera, autora de la edición más reciente y en la que me he basado: «ha tenido más ediciones que todo el resto de los textos indianos juntos» (Las Casas, 2010). Aún hoy en día, siendo un libro bastante corto, se consigue a un alto precio en el mercado, algunos más caros que muchas buenas ediciones de El Quijote. El valor se debe a su condición de «sumario brevísimo de muy difusa historia» (p. 52) dirigido al príncipe don Felipe, que en 1556 asumiría el trono de España como Felipe II; porque, aunque Las Casas no fue el primero en denunciar los abusos de los conquistadores ―de hecho su conversión de encomendero a defensor de los indios se debió a la labor piadosa y humanista de fray Antonio de Montesinos y fray Pedro de Córdoba, que ejercieron su apostolado ya en las dos primeras décadas del siglo XVI―, lo que hizo a fray Bartolomé un personaje mítico fue su compromiso apasionado e inagotable con esta noble labor.

Su principal necesidad fue la de transmitir un mensaje conciso y lapidario, más accesible a un futuro rey ocupado en muchos otros y más importantes asuntos, pues se sabe que no era la primera vez que se dirigía a este soberano y aclara en su prólogo que deliberó «por no ser reo callando (…) poner en molde algunas y muy pocas que en los días pasados colegí de innumerables que con verdad podría referir (…), pero por los largos caminos de mar y tierra que Vuestra Alteza ha emprendido y ocupaciones frecuentes reales que ha tenido, puede haber sido o que Vuestra Alteza no las leyó o que ya olvidadas las tiene» (p. 52). Estas que ha puesto en molde son las «perdiciones de ánimas» ocasionadas por «las que los tiranos inventaron, prosiguieron y han cometido, que llaman conquistas» (p. 52).

Las Casas, entonces, reduce lo más que puede una serie inmensa de acontecimientos, datos y personajes, que sí aparecen detallados en su Historia de las Indias, con el objetivo de ser escuchado (o leído) más fácil y ampliamente. El acierto fue tan grande que no lo habría sospechado el mismo autor. El texto dedica un breve capítulo a cada provincia o reino, desde la Florida en el norte, Nueva España, pasando por las islas del Caribe, Nuevo Reino de Granada, Venezuela, Perú, hasta el Río de la Plata en el sur. En fin, los territorios conquistados y de los que mejor tiene noticia. Es reiterativo, enfático, redundante. A menudo advierte que lo sucedido durante las conquistas excede por lejos todo lo que se pueda imaginar, que los españoles procedieron con «nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad» (p. 55). Las Casas es un conocedor de forma directa de lo sucedido, testigo visual de todo lo narrado; así, cuando se refiere a la matanza de Caonao asegura que «vide tan grandes crueldades que nunca los vivos tal vieron ni pensaron ver» (p. 67) y de todas estas atrocidades dice «que en mucha escritura no podrían caber (porque en verdad que creo que por mucho que dijese no pueda explicar de mil partes una)» (p. 63).

Bartolomé de las Casas bautizando a indios prisioneros en la isla de Cuba en 1511. Tomado de Historia de la Marina Real Española, José Ferrer de Couto, Madrid, 1854.

Dos elementos son fundamentales en la Breuíssima relación de Las Casas: 1) su censura absoluta contra los conquistadores y el exterminio indio, y 2) la explicación y sustento divino de aquello que exige y pelea. En lo primero abunda sin tregua, pues no se encuentra página que no encierre un improperio contra los españoles, a quienes siempre se refiere como tiranos. Deja claro que han sido dos las «maneras de tiranía infernal» que han empleado los conquistadores para el exterminio de los indios, a quienes vieron «como y menos que estiércol de las plazas»: «la una, por injustas, crueles, sangrientas y tiránicas guerras; la otra (…) oprimiéndolos con la más dura, horrible y áspera servidumbre en que jamás hombres ni bestias pudieron ser puestas» (p. 56). Y la razón no es otra que «tener por su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días», es decir, «por la insaciable cudicia y ambición que han tenido, que ha sido la mayor que en el mundo ser pudo» (p. 57). Según esta obra, la catástrofe originada por los conquistadores es tanta y tan grave, que se da el caso en que Las Casas refiere una escena en la que «ellos mesmos, aunque tiranos y crueles, se admiraron y espantaron de ver el rastro por donde aquel había ido, de tan lamentable perdición» (p. 114): el rastro fue el dejado por el alemán Nicolás Federmann y su expedición en busca de El Dorado; los espantados, las huestes también alemanas de Ambrosio Eingher que iban hacia el Perú.

En cuanto a lo segundo, Las Casas tiene claro que tales ignominias deben ser «por toda ley natural, divina y humana condenadas, detestadas y malditas» (p. 52). Fray Bartolomé, y esto es muy importante notarlo, no pretende revolucionar ni cambiar en sus cimientos la realidad a que pertenece, no está en contra de la colonización del continente ni del poder imperial; muy por el contrario, se vale del orden establecido y su enaltecimiento, de las dos grandes autoridades que conoce: Dios y el rey, y la gloria que les deparará atender a sus palabras para justificarse, pues «cosa es esta [la supresión de las conquistas], convenientísima y necesaria para que todo el estado de la corona real de Castilla, espiritual y temporalmente Dios lo prospere y conserve y haga bienaventurado» (p. 53). Las Casas lo que quiere es que la conquista se haga de forma pacífica, sin derramamiento de sangre de las «naturales gentes», porque las considera obra divina, como lo son los mismos españoles. Estos naturales son tantos que «parece que puso Dios en aquellas tierras todo el golpe o la mayor cantidad del linaje humano» (p. 53). El dominico los quiere, siente compasión por ellos y sabe que como él pueden gozar de la gloria del Altísimo. Él lo sabe y agrega que son «aptísimos para recebir nuestra santa fe católica y ser dotados de virtuosas costumbres, y las que menos impedimento tienen para esto que Dios crio en el mundo» (p. 54). Su único defecto, desde su propia cosmovisión de europeo medieval, es no conocer a Dios y él lo quiere enseñar.

Sobre Dios y su voluntad, fray Bartolomé tiene claro que no es otra sino castigar tamañas atrocidades, por eso cuando se hunde la nao en que pretendían llevar secuestrado hacia Sevilla a Mayobanex, líder de los indios ciguayos, no duda en afirmar que fue «por haber Dios venganza de tan grandes sinjusticias» (p. 61). Mismo destino padeció en la región de Maguana el cacique Caonabó, que estando preso en el barco con destino a Castilla «quiso Dios mostrar ser aquella con las otras grande iniquidad y injusticia y envió aquella noche una tormenta que hundió todos los navíos» (p. 62). Y de una ciudad fundada en Guatemala dice que «con justo juicio con tres diluvios juntamente (…) destruyó la justicia divinal» (p. 88).

De la relación entre los hombres tiranos y crueles y el Dios justo y bondadoso, el dominico afirma que los españoles son infieles y su condición de cristianos es puesta en duda y hasta anulada. Utiliza frases como «de los que se llaman cristianos» o aquellos «que han perdido el temor a Dios y a su rey». Cuenta que uno de estos hombres murió «y quién duda que no esté en los infiernos sepultado» (p. 97). El mayor pecado de los españoles es la codicia, por la que «han vendido y venden hoy en este día y niegan y reniegan a Jesucristo». Pero el obispo don fray Bartolomé se consuela de saber que «el día del juicio será más claro, cuando Dios tomará venganza de tan horribles y abominables insultos como hacen en las Indias los que tienen nombre de cristianos» (p. 106). El odio de Las Casas por los conquistadores, ya lo sabemos, no conoce límites, y es capaz de sentenciar que sus acciones son «muy peores que las que hace el turco para destruir la iglesia cristiana» (p. 77). Y que eso dijera un español del siglo XVI era decir demasiado: ser peor que el enemigo musulmán, ya no sólo religioso, sino también territorial y político, el infiel, el hereje. Y se lamenta porque, aun teniendo de esto pruebas el Consejo de Indias, «nunca quemaron vivos a ninguno destos tan nefandos tiranos» (p. 114).

Considerando algunos detalles finales, en el capítulo dedicado a la Tierra Firme hace especial censura del famoso requerimiento, un texto inventado para legitimar la conquista, donde se les leía a los americanos que eran siervos de España y que de no asumir esta condición serían combatidos. Las Casas advierte de cómo no tenía sentido que los indios pudieran darse «al señorío del rey que nunca oyeron ni vieron especialmente, cuya gente y mensajeros son tan crueles» y que por ello padecieran tanto tormento «es cosa absurda y estulta y digna de todo vituperio y escarnio e infierno» (p. 70). Del aperreamiento hace constante mención, práctica excesivamente macabra ejecutada por «perros bravísimos que en viendo un indio lo hacían pedazos en un credo, y mejor arremetían a él y lo comían que si fuera un puerco» (p. 59).

En múltiples ocasiones aclara que los indios «tuvieron siempre justísima guerra contra los cristianos, y los cristianos una ni ninguna: nunca tuvieron justa contra los indios» (p. 64). Y que «algunas veces, raras y pocas, mataban los indios algunos cristianos con justa razón y santa justicia» (p. 59). Es claro también al afirmar que los españoles «eran insignes carniceros y derramadores de la sangre humana» (p. 125) y mataban «para entrañar su miedo en los corazones de aquellas gentes» (p. 116). Eran, pues, crueles con intención y propósito, mientras los americanos nunca atacaron ni dieron motivo para sufrir tan atroces tormentos. Todo esto, claro, según testimonio de Bartolomé de las Casas y todas las pruebas hablan a su favor. Porque aun cuando Colón hablaba maravillas de los indios, lo hacía con la doble intención de mostrarlos a los reyes de España como excelentes piezas para esclavizar, y que en efecto esclavizó.

Esta dimensión humanista y denunciante («pleitista» lo llamaban sus opositores) es la que da auténtica personalidad al dominico, no tanto la de ser cronista de Indias como Gonzalo Fernández de Oviedo o Pedro Cieza de León. Según D’Olwer, fue su propósito de escribir una historia lo que «no permitió que nos diera su obra de cronista para la cual lo dotaban óptimamente su intervención directa en los hechos, su conocimiento personal de los protagonistas, aptitudes de observador y su memoria prodigiosa» (p. 59). Para D’Owler, el obispo de Chiyappa (Chiapas) don fray Bartolomé de las Casas es una suerte de juez preocupado por la verdad, la precisión y la comprensión objetiva de los hechos, no un simple narrador de acontecimientos casi todos fabulosos e incompresibles, como sucede con los cronistas en su mayoría: «es un historiador apasionado, pero una cosa es pasión en los juicios y otra muy diversa inexactitud en los datos» (p. 59). Destaca su preocupación por el correcto entendimiento de la lengua indígena, su acopio de datos y documentos y agrega que los archivos avalan sus informaciones, «exceptuando su conocida exageración numérica» (p. 59).

Bibliografía

Borges, Jorge Luis (2011). Historia universal de la infamia. Debolsillo.

Las Casas, Bartalomé de (2010). Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Alianza Editorial.

D’Owler, Nicolau (1963). Cronistas de las culturas precolombinas. Fondo de Cultura Económica.

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