Imagen creada con IA que hace una alegoría del mito del salvaje.

El mito del salvaje

[Reflexión]

El mito del hombre salvaje, típica invención europea y europeizante, está cargado de agresividad y violencia, además de antigüedad: puede rastrearse en los comienzos de la escritura, por allá lejos, cuando el lenguaje comenzaba a tomar vuelo. Este pensamiento de degradación del otro, sustentado en la oposición de cultura-naturaleza, ha evolucionado con los siglos, razón por la que cada época ha creado su salvaje propio. Y aunque es un rasgo identitario del pensamiento occidental colonialista, sus antecedentes no son europeos —como tantas cosas que el Viejo continente hizo propias—, sino que nace en aquél Oriente cercano que Europa domesticó.

 La gente de la primitiva Mesopotamia (mismo sitio donde en siglos posteriores se fundará Babilonia) ya concebía una diferencia entre el civilizado y el salvaje. En La epopeya de Gilgamesh, este Ulises sumerio se dio a la búsqueda de la inmortalidad, y su sueño se vio obstruido por culpa de una serpiente, que después la Biblia hará célebre. Este sueño de la inmortalidad, que es un sueño del hombre civilizado, no ha dejado de producir literatura desde entonces. No es un detalle gratuito que en este antiguo poema sumerio (que data de 2500 a. C.) sea una serpiente, que se arrastra entre las hojas y se esconde entre la selva, la criatura que impide la realización de tan importante anhelo. 

Otra manifestación de este mito occidental, uno de los más importantes dentro del sistema de pensamiento dual del ser humano, es el episodio bíblico de Caín y Abel: con toda la violencia que lo caracteriza. Este episodio ha sido interpretado como una protesta nostálgica del hombre civilizado hacia su pasado «salvaje»; Caín era el labrador y el herrero, y Abel el pastor. El uno trabajaba en la ciudad y fabricaba armas y herramientas; el otro, merodeaba y cuidaba de los rebaños en extensos espacios, sin un esfuerzo mayoritario. La respuesta agresiva del labrador, cuya forma de vida terminó imponiéndose con mano de hierro, es una añoranza del tiempo perdido, o como escribe Asimov en su Guía de la Biblia: «el resto de un lamento nómada respecto a los tentáculos omnipresentes de la civilización asentada».

Después Borges, aquél ciego iluminado, cuando se aventuró en la interpretación del embeleco de la vida eterna, reconoció como mejor personificación de los inmortales a hombres salvajes, «trogloditas», que carecen del más mínimo sentido de la vida organizada, desatendiendo incluso su propio cuerpo. En este caso, la máxima realización del sueño civilizado —cuyo explotador más prolífico tal vez fue Platón— es, vaya paradoja, regresar al mayor estado de salvajismo que pueda imaginarse. Pero esta contrariedad se entiende fácil, porque como explica Roger Bartra, el mito del salvaje está en nosotros y no es más que eso: un mito que viene recibiendo todo el sedimento de la historia y que alcanzó su punto más alto con el descubrimiento y conquista de América. 

En este caso, los indios eran ese otro al que los recién llegados violentaban y asesinaban, y del que recibían la misma violencia en no pocas ocasiones; pero en otras, eran también ese «buen salvaje» que recibía con sumisión al redentor, que llegaba con la revelación del mundo civilizado. Y dentro de este ámbito ocurre un hecho llamativo, cuando los españoles ocupan el lugar de los sátiros, salvajes lascivos de la Antigüedad, y se arrojan con «deseo salvaje» a violar a las indias, de acuciante desnudez. De forma abrupta los papeles se trocan y queda en evidencia la fragilidad de una separación de naturalezas inventada.

Este mito del salvaje, que no se refiere a otros sino a nosotros mismos, es como una figura que el civilizado crea para endilgarle al otro sus propios pecados y salir ileso en la operación; claro está: mientras el salvaje, en su condición violenta, no se vaya contra él, o se vuelva él, y rompa la aparente distancia entre ambos. Otra forma de entender este mito es la definición por el opuesto: casi siempre resulta más fácil decir lo que no se es. El salvaje es la imagen viva de estas negaciones, el ejemplo perfecto de lo que no se debe ser. Es otra forma de chivo expiatorio, como con Gilgamesh y la serpiente, es ésta la culpable de los fracasos de la cultura, no el héroe civilizador. La culpa viene a ser de la naturaleza y sus rústicos seres, que no se dejan domeñar e impiden los avances del progreso y la utilidad. 

Pero vale decir que la relación entre el salvaje y el civilizado no ha sido siempre violenta. El salvaje también ha sido domesticado y se ha convertido en objeto de estudio y pieza de museo, en espectáculo de circo y atracción turística. Un ejemplo actual y entretenido lo ofrecen varias escenas de El callejón de las almas perdidas, última cinta de Guillermo del Toro. ¿Es esta otra forma del dominio, esta vez pacífica y hasta rentable, que el civilizado ha querido siempre ejercer sobre el salvaje? Más tranquilo se siente el hombre con la bestia a sus pies, que apartado de ella con el temor permanente de que irrumpa en sus dominios.

Bibliografía

Anónimo. La epopeya de Gilgamesh. Libro electrónico recuperado de: epublibre.org.

Isaac Asimov. Guía de la Biblia. Libro electrónico recuperado de: epublibre.org.

Jorge Luis Borges. «El inmortal». Borges esencial. Barcelona: Penguin Random House, 2017.

Roger Bartra. «El mito del salvaje». Ciencias, no. 60-61 (octubre-marzo de 2001): 88-96. Enlace de consulta.

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