[Ensayo]
El conocimiento humano, que se define como la resolución de problemas en tiempo finito, tiene la característica fundamental de ser representacional, es decir, que opera por medio de representaciones o sustituciones de la realidad que se quiere conocer. Mejor dicho, conocemos algo porque lo representamos, y el mapa es el mejor ejemplo para entender este problema. Un artefacto que nos muestra las alturas, valles, cerros, precipitaciones, caminos, avenidas, plazas y direcciones, nos ubica en el espacio y nos ayuda a llegar al lugar indicado con una precisión tal que terminamos tocando la puerta o entrando al edificio que en efecto estábamos buscando. Su eficacia no tiene discusión, y aun así, como lo indica la idea clásica de Alfred Korzybski: «el mapa no es el territorio», es su representación.
Jorge Luis Borges despacha este tema en pocas líneas, con un breve ejercicio mental que pone en evidencia esto de que hablo y las paradojas que suscita. En su relato titulado «Del Rigor en la Ciencia», habla de un pueblo que levantó un mapa del imperio, «que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él», cuyas ruinas, al abandonarlo, todavía pueden verse en los desiertos del Oeste. Por su título, este relato nos sugiere la imposibilidad de una verdadera rigurosidad en nuestras áreas del conocimiento, pues lo impide la barrera de la representación; un mapa que pretenda ser el territorio está condenado a la imposibilidad y al absurdo. El territorio es él y solo podemos conformarnos con su sustituto cartográfico.
Esta representación, producto del conocimiento de las cosas, cambia y evoluciona según la acumulación de saberes de la técnica y los cambios de paradigma en las distintas épocas, propiciados por la aparición de nuevos problemas y los argumentos con que se afrontan: estoy hablando del hombre sofisticando sus formas de defenderse de la naturaleza. Al ser el conocimiento esta dominación del mundo exterior, cobra sentido la idea de que el arte era la ciencia del hombre primitivo, enunciada por Rafael Argullol. Si tomamos el modelo que nos muestra al ser humano obligado a dar respuestas a los problemas que la naturaleza le plantea, razón por la que llega al conocimiento y con este a la ciencia, y ubicamos allí el pensamiento mágico-ritual del hombre primitivo, develamos el secreto de la aparente contradicción que da al arte categoría científica.
El hombre primitivo, al pintar un animal sobre una roca, ejecutaba un ritual de imitación con el que «el objeto representado convertíase en el objeto mismo», y de ese modo lo dominaba y establecía su superioridad como cazador. Operaba en este ejercicio una ley de semejanza o de simpatía expuesta por George Frazer, según la cual, lo semejante produce lo semejante, y dominar la figura dibujada del bisonte permitía dominar al bisonte verdadero. Otro ejemplo sería un ritual que imitaba la lluvia: las nubes negras, los truenos, que pretendía activar el ánima que se atribuía a la naturaleza y con ello atraer la lluvia real. La operación estaba completada: el problema del medio era cazar el animal o hacer que lloviera, la respuesta era hacer una imitación artística, un dibujo del animal para poseerlo ritualmente y poder luego aprovecharse de su carne, piel y huesos, o una representación teatral para convocar la lluvia y aprovechar los cultivos y aumentar la fertilidad de la tierra. La naturaleza de este modo estaba domeñada, se llegaba a su conocimiento por medio de ritos cuyo resultado era la imitación o mímesis. Es así como el hombre primitivo hacía del arte su ciencia.
El paso siguiente en este proceso de actualización del conocimiento del mundo, o mejor entendimiento de este, fue el pensamiento mítico-religioso. En este escenario, las respuestas a los problemas de la naturaleza fueron los mitos, representados en dioses que simbolizaban todos los acontecimientos y consecuencias naturales. Sirva de ejemplo el caso más icónico: Zeus, dios del trueno y de todos los dioses. Es de suponer que se atribuyó a este dios tanto poder debido a lo estruendoso y devastador que puede ser un rayo al caer, la imponencia y gravedad de sus efectos debió ser tenida como la mayor fuerza natural. Otro ejemplo importante sería Deméter, diosa de la agricultura, de la caza y de las estaciones, cuya explicación no carece de simbolismo.
Creían los antiguos griegos que los duros cambios que sufría el planeta durante el otoño y el invierno se debían a la ausencia de la hija de Deméter, Perséfone, a quien había hecho esposa Hades, dios del Averno, valiéndose de una estratagema y con quien compartía este tiempo en las tinieblas. Al ser Deméter la diosa madre, tenía mucho sentido que al alejarla de su hija se tornara triste, fría y yerta y provocara estos cambios en la naturaleza, que reverdecía y era productiva en primavera y verano, cuando regresaba su hija a acompañarla. La solución que encontraron los habitantes de entonces fue mantener a gusto a los dioses cuyos fenómenos o elementos de la naturaleza simbolizaban, por medio de hecatombes y todo tipo de sacrificios y agradecimientos: respondían a los problemas del medio, que los dioses producían. Saber que para navegar seguros correspondía hacer determinado culto al dios Poseidón, o que solo se podía ser feliz en el amor ganando los favores de Eros, fue la forma en que los seres humanos del pensamiento mítico-religioso tuvieron posesión de la naturaleza. El conocimiento de los gustos, caprichos y exigencias de los dioses fue la forma en la que el simbolismo y divinización de sus mitos les procuró el conocimiento del medio que habitaban.
Pero el salto definitivo hacia un modelo de conocimiento dominante, del que somos hijos como cultura occidental, tuvo lugar hacia el siglo VI a. C. con la aparición del pensamiento científico-racional, aquello que discutidamente ha sido llamado «el milagro griego». Sucedió en las costas del Mediterráneo oriental, región de artesanos y mercaderes con mentalidad práctica y alejados de los centros de dominio imperial, contexto que propició un gran ambiente de intercambio de ideas, conceptos y religiones, que permitió la comparación con las nociones propias y una eventual interrogación sobre cuáles serían las verdaderas. Pensamiento práctico e intercambio de ideas fueron las circunstancias promotoras de la ciencia griega, la misma cultura que bajo el modelo anterior produjo una inmensa mitología, determinante para el inconsciente colectivo europeo posterior.
En este punto es fundamental una aclaración, que va más o menos de la siguiente forma. Benjamín Farrington, en Ciencia y filosofía en la Antigüedad, demuestra que los primeros científicos en sentido moderno no fueron los griegos, sino los babilonios y egipcios, postulado que aviva la llama del debate sobre todo aquello que ha sido considerado como propiamente europeo, pero que en su origen es oriental. Esta es una idea que no tiene discusión, pues no hay nada más científico que las matemáticas, y éstas datan de la antiquísima Sumer, además de la astronomía, con existencia de tratados ambiciosos para la época. Pero cuando Farrington presenta los logros de estos primeros científicos, no encuentra «indicios de un intento de explicar todos los fenómenos del universo según un sistema inteligible de leyes naturales, que es el objetivo de la ciencia positiva», cosas como la clasificación de sustancias o descripción de propiedades, que los griegos sí se preocuparon por desarrollar. Otra cosa que les faltó a los mesopotámicos fue terminar de separar el tema divino de su saber, porque gran parte de su avance astronómico se debió al valor supersticioso de los eclipses y fenómenos celestes.
Su problema apunta a la intención mística con que miraban los cielos y creaban conocimiento, basados en ideas que hoy se pueden calificar de erróneas. Esto en todo caso es injusto con los antiguos científicos de la patria de Hammurabi y Asurbanipal, porque como dice Peter Watson, a propósito de la curiosa demostración que hace Keynes sobre Newton, este científico arquetípico del mundo racional era en realidad el último mago queriendo encontrar la piedra filosofal, «el último de los babilonios y de los sumerios», que al encontrarse con el problema de los tres cuerpos confió en que Dios volvería a poner los planetas en su sitio cuando comenzaran a salirse de sus órbitas; también Einstein alcanzó a afirmar que su teoría buscaba encontrar o probar la existencia de Dios, algo así como validar la idea de Galileo de que el universo estaba escrito con lenguaje matemático. Pero estudiar la estrecha frontera entre lo mágico y lo científico, que es bastante rica y paradójica, no es el tema que nos ocupa. Lo importante acá es entender que los griegos o milesios del siglo VI a. C. sí establecieron una clara frontera entre ambos, sacando a flote el mencionado pensamiento científico-racional.
///
///
No fue que inventaran la ciencia, sino que la convirtieran en modelo explicativo del mundo, lo que les dio el lugar que ocupan en la historia del conocimiento. Que fueran los griegos los responsables de este cambio de paradigma, que además sobrevivió dentro de la tradición histórica, es la razón de su protagonismo en la evolución del saber humano. Mientras que la tradición científica griega se mantuvo hasta la modernidad, a pesar de las aguas turbulentas del Medio Evo, la tradición más antigua, que recibieron los griegos y reconocieron, se pierde demasiado en el tiempo, por la ausencia de evidencias históricas.
Es el mismo Farrington quien lamenta lo desafortunado que es hablar de «milagro griego», para referirse a un avance intelectual cuya característica era «eliminar lo milagroso de la naturaleza y de la historia y sustituirlo por leyes», y porque además fue consecuencia de aquello que ya habían dejado sazonado hasta muy buen punto los babilonios y egipcios. La característica fundamental de esta nueva forma de pensar consistió en arrebatarle a los dioses y a los textos sagrados la explicación de los fenómenos de la naturaleza, la cual consideraron que estaba sujeta a leyes absolutas. Que era posible entender el mundo sin la hipótesis de Dios y encontrar las respuestas a los problemas del medio valiéndose del sentido común, la observación, los cálculos y las experiencias de los sentidos: los resultados de estas operaciones fueron la teorización y la conceptualización.
Otro detalle no menor es que, por tradición, el saber en las civilizaciones arcaicas fue un monopolio ejercido por la reducida clase sacerdotal, que llevaba el registro oficial y controlaba el abasto en las ciudades-Estado, sabía de los caprichos de los astros y por ende de las vidas de los hombres, razón por la que ejercía la autoridad terrenal y temporal: los reyes eran, al mismo tiempo, los sumos sacerdotes. La revolución del saber que tuvo lugar en Mileto fue estrictamente laica, emprendida por mercaderes y viajeros libres, de espíritu cosmopolita (y no cortesanos o sabios palaciegos), que opinaban y argumentaban de forma individual.
En la Ilíada encontramos el caldo de cultivo de toda esta evolución en el pensamiento, una obra en la que los acontecimientos están determinados por el carácter de los personajes, que son amos de su propio destino. En contraposición absoluta al determinismo astrológico, los guerreros de Troya deciden sobre sus propias vidas; los dioses temidos y adorados para el bien de las cosechas y las buenas mareas habían dejado de funcionar. Cuando Homero crea el humanismo, éste crea la ciencia como «un esfuerzo del hombre para ayudarse a sí mismo»: resolver sus problemas. Y el humanismo decayó «cuando el hombre empezó otra vez a inclinarse delante de los ídolos que él mismo había construido», lo que supuso una negación o postergación del pensamiento científico en la Edad Media.
El humanismo fue aquel divorcio con la divinidad a cambio de la confianza en las virtudes del individuo, su capacidad para pensar y decidir. En este sentido, el físico y exquisito divulgador Carlo Rovelli se queja de nuestra «desconfianza mutua entre el mundo humanístico y el mundo de las ciencias», lo que constituye una contradicción inexplicable propia de las estupideces que padece el mundo actual, y una consecuencia lamentable del camino de la hiperespecialización que tomaron la academia y el saber modernos. La contradicción radica en que fue el humanismo creado por Homero lo que propició el pensamiento científico, fue su consecuencia directa, y la ciencia griega era esencialmente una forma de hacer filosofía a partir de la concepción empírica del mundo. Por eso, no tiene sentido que los especialistas actuales se sientan muy inteligentes, cada uno en su propia trinchera de conocimiento, y no quieran saber nada de lo que dicen los otros “expertos” menos brillantes.
Rovelli exige volver a ese diálogo continuo entre ciencia y filosofía, basado mucho en su experiencia de científico hecho a pulso, e insiste en los orígenes filosóficos de cantidades de teorías, como la del fiel creyente Isaac Newton. Pero este es un conflicto que por fortuna no es absoluto y al que obliga, además, el panorama actual de muchas ciencias demasiado sofisticadas, como la física, por ejemplo, mismo campo con que empezó la ciencia griega en serio. Esta es una relación que da gusto ver: por allá lejos, la filosofía condujo a la ciencia por buen camino; hoy en día, la física de partículas (inaccesible para nosotros los profanos), se acerca a la filosofía con humildad y sumisión, como reconociendo su verdadero origen. La búsqueda actual de materia oscura nada tiene que envidiarle al ápeiron de Anaximandro o a los experimentos de Paracelso. Lo dice el físico Axel Lindner en una bella pieza documental: «La física no es más que filosofía aplicada o filosofía práctica», y una vez hayamos comprendido la materia oscura, «recién entonces tendremos una idea cabal de cómo vinimos al mundo, y esta también es la pregunta fundamental de la filosofía».
Y nada nos sirve más, también, que esa física sofisticada actual para poner al descubierto la naturaleza representacional del conocimiento, premisa que inició esta disertación y con la que debe cerrar. En el mismo documental, el físico Christian Schwanenberger dice que le cuesta explicarle a la gente a qué es lo que se dedica, porque «no podemos ni ver ni oír las partículas, tampoco saborearlas ni olerlas», se refiere a las partículas elementales que, siendo invisibles e intangibles, nos permiten, por medio de las llamadas tomografías de muones, conocer las bóvedas y estructuras internas de las pirámides de Egipto, sin remover una sola piedra ni empuñar nunca una pala. ¿Cómo algo que no percibimos siquiera nos proporciona conocimiento sobre algo sin tampoco verlo ni tocarlo? El resultado final son ceros y unos debidamente configurados para crear imágenes en una pantalla. Representación pura en su punto más alto.
Quiero concluir con esto último. Me gusta pensar que la obsidiana era el mejor argumento de nuestros antepasados nómadas, como también lo era el dibujo del animal sobre la piedra o como lo es para nosotros la radioastronomía o decir que E=mc², porque parece claro que todo el conocimiento humano es la misma cosa, con diferentes fines, porque atiende a problemas distintos; todo es cuestión de solucionarlos de la forma más óptima y atendiendo a la sana evolución biológica, aunque a veces una conversación sobre filósofos no se resuelva con el sano intercambio de ideas, sino que se vaya a los golpes. Lo que sucede es que los argumentos que se venían usando se agotan y es necesario recurrir a otros de naturaleza más antigua. Porque el saber continuamente está regresando a sus orígenes.
///
Bibliografía
Rafael Argullol. Tres miradas sobre el arte. Barcelona: Icaria, 1985.
Jorge Luis Borges. «Del Rigor en la Ciencia». Tomado de ciudadseva.com.
DW Documental. «Pirámides, materia oscura y la teoría del Big Bang: ¿de qué está hecho el universo?» Último acceso: 10 de mayo de 2024.
Benjamín Farrington. Ciencia y filosofía en la Antigüedad. Tomado de epublibre.org.
George Frazer. La rama dorada. México: Fondo de Cultura Económica, 1969.
Carlo Rovelli. ¿Y si el tiempo no existiera? Tomado de epublibre.org
Peter Watson. Ideas. Tomado de epublibre.org.
///
Deja una respuesta