Imagen generada con IA sobre un pueblo rural devastado.

Ruinas. Capítulo I

[Novela]

I

Llegué al atardecer, la mejor de las horas para llegar a todos los sitios: aún es de día para ver con claridad, y está cerca la noche por si queremos que el día se fugue y escaparnos nosotros con él. Me pesaba más la nostalgia que mi voluminoso equipaje: inútil, exagerado, trabajoso. Más habría válido traer los tres tomos de la Gramática latina que por temor al deterioro dejé atiborrando un escritorio —que de nada le sirven—, ya suficientemente saturado con el peso de material que consigo y postergo, ya por una manía inexplicable.

Y lo que necesito no lo puedo cargar en un maletín, tampoco su contrario, pero sí me pesa en alguna parte. Dejaré esos pensamientos a un lado, mientras contemplo un árbol robusto, único en su especie y uno de los pocos sobrevivientes del lugar. Todavía me sigo preguntando por qué decidí venir luego de que el pueblo sufriera la catástrofe.

Tal vez fue por eso que decidí venir.

Las cartas de mi amigo se habían vuelto más misteriosas una tras otra, la persona que las escribía parecía estar cada vez más lejos del papel y el lápiz que empuñaba, como si lo presintiese. Es seguro que lo presentía, por esa misma sensibilidad que lo hizo exitoso en su profesión, en la que era mucho mejor que yo. Era mucho mejor que yo en casi todo, pero sobre todo lo era en nuestro oficio.

Lo cierto es que la tragedia ya parecía cernirse sobre el poblado desde un par de meses atrás. Algo en el ambiente lo anunciaba. Lo avisaba el rostro del alcalde, que pasó de rosado juvenil a un tono pálido enfermizo y hasta grisáceo al final, con ojos sanguinolentos, como un muro al que va deteriorando la humedad. También cambió su tamaño, porque subió de peso de manera alarmante. De pequeño escuálido evolucionó a un barrigón sin gracia ni decoro, de modo que cara y cuerpo configuraban la perfecta imagen de la decadencia moral.

La gente decía que era de todo el whisky que se metía a raudales en su despacho, en fiestas legendarias en que se sumergía todas las noches. Su deterioro era también inversamente proporcional al tipo de whisky que se veía entrar por montones. Todo terminaba dentro de su cuerpo, no había otra explicación. El desfalco presupuestal se debía a semejante extravagancia. El nepotismo parecía tan normal que raro sería no haberlo visto en su caso; las calamidades que tuvieron que atravesar los ancianos cuando de forma inmisericorde llegaron a sacarlos de su pensión, que era además una casona a punto de caerse, lo olvidaron pronto. Pero que todo el dinero del fisco se estuviera yendo en botellas de increíble costo y pasmosa excentricidad, que al mismo tiempo servía para que la barriga del alcalde aumentara de forma grotesca, era de un mal gusto que no se toleraba. La gente decía que estaba almacenando reservas en su organismo para cuando se gastara todo el oro disponible.

Al principio mi amigo me explicaba, en cartas minuciosas, largas y levantadas en un estilo que daba gusto, que los hombres pequeños tendían a ser malvados como una suerte de compensación de su irreparable limitación fisiológica; después, sustentándose en filósofos de la Antigüedad, que conocía al dedillo, me decía que el cuerpo es el reflejo del alma y que las desproporciones físicas intencionales denunciaban vicios mucho más graves en la mente de la persona. «De Calígula hemos pasado a Pantagruel», me escribió en una de sus últimas cartas. Yo no pude registrar por cuenta propia esta degradación desmesurada, por estar ocupado enterrando la pala en algún montículo de las ruinas de Oriente, cumpliendo el sueño de todo arqueólogo. Todo lo supe por medio de estas comunicaciones, que me sirvieron de alimento en días tumultuosos.

Imposible imaginar que de las ruinas de las antiguas civilizaciones pasaría a estas ruinas triviales, vestigios de la última morada de mi mejor amigo. «Un pueblo olvidado de Dios, de cuya ubicuidad descreo», me repetía siempre. Pero un pueblo donde había encontrado el amor y el descanso de sus múltiples viajes, al que no abandonó ni siquiera en la catástrofe.

La alteración final llegó con el asesinato del maestro de escuela, baleado por la espalda para robarle el fruto de su trabajo del mes. La noticia fue recibida con horror, porque se trataba de un alma bondadosa, un hombre que por su jovialidad y entrega era visto como una tenue luz de esperanza. Mientras su inquebrantable persistencia y sabiduría siguieran brillando en el vendaval, nada estaba del todo perdido. Su mera existencia gritaba en la turbulenta cara del alcalde que no solamente la degradación y los vicios podían ganar terreno de forma silenciosa en la mente de las personas. Pero fue borrado por una mano cobarde y secreta. La respuesta del alcalde fue servirse otro trago y ver cómo se fundía con el hielo al mecerlo en círculos.

La gente no aguantó más y salió a las calles, formó barricadas hasta rodear por completo el Palacio municipal, a cuya guardia se dedicó una multitud fervorosa por cazar al alcalde. No permitieron el ingreso de más toneles ni botellas del costoso licor, incluso la ración que pretendieron entrar algunos esbirros sirvió de acicate para las llamas que iluminaron la noche que se precipitó más rápido de lo habitual ese día. Ardieron retratos que el demagogo había repartido en las casas más humildes, habitadas por viejecitas piadosas y niños necesitados. Ardió la bandera municipal que el tirano había cambiado a su amaño. La noche había sido iluminada por el fuego, y la oscuridad comenzaba a cernirse sobre el tirano.

No podría vivir mucho tiempo sin su trago, sin los adolescentes con que se deleitaba, sin alimentarse con desmesura como era también su afición. Tendría que salir en algún momento y ellos esperarían el tiempo que tuviera que pasar. Se habían organizado y designado funciones. Unos hacían la guardia, otros se encargaban de las provisiones, otros de cocinar y mantener el fuego ardiendo, como señal de resistencia y como abrigo. La policía también venía harta del tirano, y no se preocupó por defenderlo: había perdido toda autoridad y respeto, nunca lo había tenido demasiado. No había sido tan tonto como para no anticipar un final desfavorable y había hecho de su despacho una fortaleza, imposible de franquear con los medios rudimentarios de los habitantes que afuera esperaban por ver su cabeza rodar.

La conmoción duró varias semanas y todo lo supe en detalle gracias a las cartas de mi amigo, quien desde su casa alentó todo lo que pudo la resistencia al tirano, dando todos los suministros a su alcance. «Sorprende ver estas personas, que ayer eran simples artesanos, señoras del hogar y jornaleros, trabajando como una colmena en virtud de un mismo aliento que los hace inquebrantables: acabar con este Pantagruel alcoholizado que los ha envilecido. Esa gente allá afuera no se detendrá hasta ver al déspota caído». Fue su último mensaje, donde me describió el panorama similar a algunas de las pinturas de Ernest Descals sobre la guerra, y en general, a muchas de las imágenes y escenas que había visto de la Guerra civil española.

Después de aquello, y de forma inexplicable, todo comenzó a desplomarse. Hubo lluvia que apagó el fuego, hubo calles que se hicieron ríos y arrasaron con todo su caudal, hubo gente que murió bajo esas aguas. Cuando la barricada comenzaba a debilitarse, se terminó de precipitar la tragedia. Las columnas y paredes colapsaron, y todo se desplomó, como el paso de un soplo de muerte. El alcalde temió salir a la calle y envuelto en su pobre cobardía, murió bajo las ruinas de su despacho, agarrando su vaso de whisky que alcanzó a cortarle los dedos al astillarse.