Portada del cuento Sombra de José Luis Pemberty

Sombra

[Cuento]

Lo que pasa doctor es algo raro, y ahora que vengo a pensar en cómo decírselo, me doy cuenta de que no sé por dónde empezar y mucho menos sé cómo hacer que usted no me mire con los ojos achicados y me mande donde un psiquiatra.

Amelia… ¿La recuerda? Claro, si usted fue tan buena gente cuando tuvo que diagnosticarle un cáncer incurable; si usted fue tan amable y se lo dijo con esa seriedad calmada y usted le sostuvo la mano y le habló de sus otros pacientes y le recomendó a su amigo el psicólogo.

Usted no sabe, doctor, la falta que me hace Amelia, y yo no estoy seguro de lo que eso tenga que ver con lo que le tengo que contar hoy. Empecé hablando de Amelia porque las cosas están pasando justo desde el día después de aquel en el que ella se fue ¿Se acuerda, doctor, de ese día? Ella estaba ahí, postrada y drogada para el dolor, con esa respiración que más bien parece que estuviera ya exhalando la vida, dejándola ir, y me jaló del cuello de la camisa para darme un beso en la mejilla. Después se quedó dormida ¿Se acuerda doctor? Se quedó dormida y no volvió a despertar.

Bueno, el asunto es que esa mañana, la mañana en que empezó a pasar, yo iba para el funeral de Amelia. Salí de la ducha, la ducha más larga que me había dado en mucho tiempo, no sé tampoco si eso tenga algo que ver con lo que me sucede. Fíjese doctor que voy saliendo yo del baño, con la toalla amarrada en la cintura y las chancletas nuevas que me había comprado antes de que pasara todo. Me sequé y me vestí con una calma que me sorprendió bastante, aunque había tanta soledad en el aire, hay tanta soledad en el aire sin Amelia, doctor. Mire que me senté en el borde de la cama, como de costumbre, para ponerme los zapatos y me voy agachando, usted sabe, con cuidado, ya conoce mis problemas en la espalda. Me agacho y me encuentro con que solo está ahí el zapato izquierdo… y el derecho por ninguna parte. Lo busqué debajo de la cama, por el suelo, en el baño y en el ropero… No estaba. Al final lo encontré en la sala, se lo había llevado el perro, ese maldadoso que sigue haciendo daños después de viejo. Es lo último que me queda de Amelia, doctor, lo quiero tanto.

Me voy con el zapato derecho, lo pongo en el suelo y me siento al borde de la cama para agacharme y calzarme. Me agacho con cuidado y con cuidado me calzo, pero fíjese doctor que aquí viene lo extraño: Me termino yo de amarrar ese zapato, precisamente el derecho y veo mi sombra, ahí en el suelo, usted sabe que yo ya no veo bien y prendo las luces hasta de día. Pues la luz del techo me mostraba mi sobra en el suelo cada vez que me agachaba a amarrarme los cordones. Lo que pasa, doctor, es que era una sombra rara… Bueno, no, era mi sombra, pero tenía algo extraño. Cuando yo terminé de hacer el nudo y miré el suelo, mi sombra, la sombra de mi mano, había ya acabado de soltar la sombra del cordón y luego mi mano siguió ese movimiento, pero la sombra le llevaba unos segundos de ventaja… No, menos que segundos, pero la llevaba. Usted creerá que esto es muy raro y yo también lo pienso así, doctor, créame que yo también lo pienso, pero déjeme le cuento más y comprenderá usted que no es una simple tontería.

De eso hacen ya tres meses, de lo de Amelia, de cuando se quedó dormida y antes me dio un beso en la mejilla. Y mire, doctor, que yo ese día no le presté atención al asunto, salí, fui al funeral, recibí condolencias hasta el cansancio y, aún con esa tranquilidad solitaria de la mañana, regresé a la casa.

Resulta, doctor, que durante esa semana estuve notando que mi sombra me ganaba en todo. Si yo iba a coger la cuchara, ya ella la tenía agarrada sobre la mesa de la cocina, y si me iba a lavar los dientes, alcanzaba primero la sombra del cepillo en la pared del baño. Pasaba lo mismo con todo, acariciaba a mi perro antes que yo, se ponía primero las babuchas y cerraba el libro antes de yo lograrlo… y si tuviera ojos, seguramente los hubiera cerrado antes que yo para dormirme. Me pareció algo muy curioso y lo estuve mirando con cierto morbo todos los días.

Pero eso no es lo grave, lo grave es que se puso peor. Le cuento: A la semana de empezar, noté que mi sombra había aumentado sustancialmente esa habilidad que tenía, ahora sí era como si estuviera al menos un segundo o un par de segundos por delante: si yo iba a coger el cepillo, ya lo estaba ella levantando, y si era el timbre, iba ella delante de mí a abrir la puerta. Mire doctor que a las dos semanas, me pude enterar de que iba a quebrar un vaso antes de tropezarme y de que me iba a levantar del sillón antes de que sonara el teléfono.

Mi sombra parecía independiente, era como si hubiéramos cambiado los papeles y ahora fuera yo quien estuviera subordinado. Al mes y medio, doctor, estaba yo esperando el bus para ir al centro, y me encuentro con que quince minutos antes de que llegara (porque los conté), se paró de la banca, donde ya se había sentado antes que yo, estiró la mano para hacer la parada y se fue como llevada por el viento.

Y la cosa ha venido así todos estos días. Fíjese que la he perdido, ha llegado un momento en el que se ha ido tan lejos en el tiempo, que solo la puedo ver en espacios muy comunes, como mi habitación o la cocina de mi casa y calculo que me lleva al menos tres días de ventaja. Ya me preguntaba yo a dónde iba cuando se puso el abrigo el lunes, pero mire usted que ya lo sé, venía para acá. Lo que pasa es que apenas hoy en la mañana vine a tomar la decisión de visitarlo, doctor. Mire que yo no tengo ningún problema con ver una sombra por ahí revoloteando, ya hasta me estaba acostumbrado a convivir con ella. De algún modo, el jugar a adivinar lo que estaría haciendo luego, ayudaba a menguar la soledad que a veces se siente en la casa, cuando miro en la sala las fotos con Amelia. Mire que cuando salía la sombra con cierto apuro y bien temprano, yo me acordaba de que pronto habría que ir a pagar unas cuentas o a reclamar mi pensión; cuando salía, en cambio, por la tarde, me enteraba de que iba siendo hora de ir a la tumba de Amelia.

Pero hay una cosa, doctor, yo quiero que usted me ayude con esto. Mire que esta mañana, después del desayuno, me enteré de una cosa horrible: Estaba yo mirando la televisión, el noticiero de la mañana. Me gusta ver televisión porque, justo al lado, da perfecta la sombra en la pared blanca de la sala y puedo distraerme con ambas cosas mientras alguna de las dos deja de ser interesante. Estaba yo mirando el noticiero, cuando apareció la sombra, se había levantado del sofá y empezó a mover las manos y la cabeza con una furia que me pareció no haber tenido hacía ya muchos años. Doctor, se acercó a la sombra del perro, que siempre se hace al lado del sillón para acompañarme a ver las noticias y le dio un puntapié con lo que, imagino, fue mucha fuerza; luego pareció golpearlo con algo que tenía en la mano, muchas veces, yo creo que era el candelabro de la mesita que tengo para poner el café cuando estoy en el sofá; le pegó muchas veces, doctor, a la sombra del perro y tenía tanta furia que, por primera vez, casi me pude imaginar sus ojos y sus facciones; yo no creo que fueran las mías, no con el perro, que por cierto estaba echado en el suelo viendo el televisor, como siempre, sin inmutarse ni presentir nada…

Eso me asustó mucho, doctor, mire que el perro adoraba a Amelia, y ella lo cuidaba como a un niño pequeño, yo no le quiero hacer nada, yo quiero a ese perro y no entiendo lo que he visto. Yo necesito, doctor, que usted me ayude, yo no sé qué pensar y ahora ya se lo he contado todo. Y pensé en usted, doctor, porque usted sabe de mis dolores de espalda y mis problemas para ver, además usted, doctor, fue quien le dijo a Amelia que se iba a morir de cáncer ¿se acuerda? Y ahora necesito, doctor, que usted me diga una cosa:

¿Qué cree usted que es lo que pasa conmigo?

Mención de honor en el concurso El coronel sí tiene quién le escriba, de la Universidad Central en 2019.

José Luis Pemberty (Yarumal, 1996): Filólogo hispanista de la Universidad de Antioquia. Escribe cuento y poesía. Ha sido integrante asiduo del Taller de literatura El Sueño del Pino. En 2020 obtuvo el primer puesto en el Concurso Nacional de Escritura, promovido por el Ministerio de Educación de Colombia, con el cuento titulado «La partida». Ese mismo año publicó A Oscuras, su primer poemario. Sus textos han aparecido en diferentes revistas y antologías.