Ilustración hecha a mano de una casa lúgubre y un poco antigua

Los intrusos

[Cuento]

No me agrada mucho entrar a mi casa. A pesar de que fue un regalo de mis padres antes que dejara de saber de ellos, no ha sido tan cálida como esperaba. La enorme, vieja y reforzada puerta que da a la calle, primer obstáculo para llegar a mi habitación, es imposible de abrir. Su antiguo mecanismo de cerradura en forja fue reemplazado por uno de cilindro tradicional al que fue necesario hacerle un ajuste de soldadura debido al grosor de la madera. La llave siempre se atasca en mitad del recorrido, quedando con dos o tres grados su rango de movimiento; es este pequeño intervalo de ir y venir con la llave, de moverla milimétricamente hacia afuera y hacia adentro para luego girarla hacia un lado y el otro, lo que, sumado a los terribles empujones y palabrotas que debo dirigirle a la puerta, termina por dejarme al otro lado de ella dentro de la casa, comenzando así mi penoso recorrido a la única habitación que no está habitada por nadie.

Siempre que avanzo en el pasillo principal, oscuro como toda la casa, me tropiezo con algo que no he dejado allí al salir: ese odioso triciclo o la muñeca de tamaño natural que hace ruidos cuando me paro en ella. Sigue una segunda puerta de clase doble, antigua como todo, que basta con correr el pestillo para que sus rústicas partes, por su propio peso, se abran con crujiente suspenso al principio, tomando gran velocidad en mitad del recorrido que finaliza con un estruendoso choque de la madera repleta de cerraduras oxidadas contra la gruesa tapia, dejando ver así un pequeño patio descubierto iluminado por la escasa luz de la noche.

Este espacio es el de menos tranquilidad entre todos los lugares intranquilos con que pueda contar una casa. Cuando comienzo a atravesarlo, con la mirada puesta en las escaleras que tiene al otro lado, pasa corriendo frente a mí, detrás de una pelota, el mayor de los tres hermanitos de la familia, quien, luego de buscar a su alrededor algo que no encuentra, coge su juguete y se desaparece entrando con prisa a su habitación. Acto seguido, en la de enfrente, llora el menor de los hijos, que es apenas un bebé cuyo parto se dio en esta casa al poco tiempo de instalada la familia de padres desconocidos. Lo que hace particular este llanto es su condición de adrede en el justo momento cuando cruzo el patio delante de su puerta y la manera como aumenta a modo de advertencia a medida que avanzo hacia las escaleras contiguas a su habitación.

Normal sería que este bebé llorara por cualquier suceso previo, como el ruido de las puertas, o en otro momento cualquiera luego de mi ingreso a la casa; pero espera hasta que violo los límites imaginarios de lo que considera ya su propiedad para soltar sus gritos y pretender con esa rabieta que yo desfallezca en mi propósito, tan incómodo que es, de llegar hasta mi cuarto. Como resignándose a que de nada le ha servido, cuando llego a las escaleras y piso el primer peldaño, esa cosa repugnante termina su estridente protesta. Avanzo dos escalones más y asoma en todo el centro, ocupando el primer tercio al fondo del corredor, la niña de la familia, la hermanita mediana, despierta a estas horas en el segundo piso de la casa, lugar estrecho con una sola puerta cerrada en donde nada induce a la vigilia.

Ilustración de una niña de aspecto miedoso al fondo de un pasillo

Ilustraciones de Luis Miguel Carvajal

Subo del todo las escaleras y comienza a caminar hacia mi punto, yo me quedo plantado hacia la derecha del corredor ojos clavados en tan sombría entidad. Tiene puesta una piyama con detalles lúgubres, despeinada, y en la mano derecha trae sujeta del pelo, arrastrándola contra el piso, una muñeca de aspecto aterrador.  Avanza muy despacio con la mirada extraviada, llega hasta mi lado y antes de sobrepasarme gira su cabeza para mirarme con un gesto de estar viendo algo que no conoce y que trata de comprender o de no estar viendo nada al mismo tiempo. Vuelve su mirada adelante, baja las escaleras y camina hasta perderse en otra de las habitaciones afines al patio. Yo avanzo hasta el cuarto de huéspedes al que fui relegado, cojo la llave y abro sabiendo que es una mentira mi absurdo convencimiento de no haber visto nada.

Sentado a los pies de la cama, en la posición de quien escucha hablar a alguien que está acostado en ella, pienso en que los sucesos anteriores no tenían por qué haber sido; pienso en que debo irme, a la vez que me doy cuenta de que no tengo otro lugar donde existir; en que a pesar de todo la casa es de enorme placidez durante el día, cualidad que me ha sido muy útil; y referente a los ocupantes que incomodan en la noche, ya estoy acostumbrado a los fantasmas. En acto paralelo, los dos hermanitos mayores van al pasillo oscuro a recoger sus juguetes, entran en la habitación del bebé dormido luego del llanto y atemorizados lamentan a esta pobre alma que todas las noches entra y se pasea por la casa como si fuera propia, perturbando su tranquilidad.