[Cuento]
Ese día pasé por la casa de Galván, mi estimado compañero de lecturas, con quien había acordado ir a la feria de libros bastante informal que se tomaba durante pocos días algún andén de la calle central no más de una vez al mes. Todos los libros eran, para ser tan buenos, muy baratos. Fue ahí donde conseguí, en perfecto estado, un ejemplar de lujo de la novela titánica de Víctor Hugo; los tres tomos del famoso drama de Pirandello; un Quijote que no fui capaz de llevarme sin dar el doble de lo que me pedían por él, y como tres novelas de ciencia ficción, pues Galván leía mucho a Clarke y me estaba contagiando el gusto por el género, aunque siempre me gustó más Asimov.
Mi amigo y yo vivíamos bastante cerca en un pueblo pequeño, nos conocimos durante la secundaria. Mientras él cumplía sus horas sociales en la biblioteca pública y yo iba a prestar al menos un ejemplar a la semana. Era el único que lo visitaba. Me quedaba hasta cerrar y caminábamos varias cuadras hasta dejarlo en la puerta de su casa; yo caminaba otras cuantas hasta llegar a la mía. Fue en esos días que comenzamos a armar nuestras propias bibliotecas y ningún libro ocupaba nuestros anaqueles sin haber sido sometido a un debate sobre la pertinencia de adquirir este o aquel ejemplar.
Por esos días estábamos interesados en Bretón de los Herreros, a quien llegamos por medio de un compendio biográfico de académicos españoles del siglo XIX. Era muy improbable, pero íbamos con la intención de conseguir algún volumen. La feria, triste de aspecto, pero mágica en contenidos, como siempre, estaba desierta. Revisamos libro por libro hasta que, en edición algo precaria por la antigüedad de la publicación, estaba el título que buscábamos. Dos ejemplares idénticos, el de Galván y el mío. Los compramos sin dudar y con obvia satisfacción caminamos tres cuadras más adelante, al único cine del pueblo para ver qué habría esa noche: terror absurdo, romance cliché y demasiados efectos. Ni modo, al parecer las películas de Kubrick que presentaron muchas noches atrás fueron por simple casualidad. Nos despedimos en su puerta como de costumbre con el supuesto acuerdo de terminar el libro esa misma semana.
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Ilustraciones de Luis Miguel Carvajal (@lu.s_oddcabinet)
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Y así hubiera sido, de no ser porque yo tenía muy avanzado el dibujo de Lugones y no quería dejarlo de lado, pues sabía que tardaría mucho tiempo en retomarlo. Yo vivía con mi esposa y mi querida hija, de quien era padrino Galván, fruto de un amor desmedido e irresponsable de la juventud universitaria. No podía ser de otro modo: que ella fuera estudiante de ciencias y yo de humanidades era una combinación irresistible. Vivíamos felices. Después de abandonar mi carrera comencé a trabajar desde la comodidad de mi escritorio con una agencia editorial y mis libros me daban para no ser un peso demasiado grande al lado del gran éxito laboral de mi mujer. Dibujar me servía como descanso y me ayudaba a resolver tramas a cuya solución no lograba llegar después de días de trabajo.
De nuevo en casa, dejé el libro en la estantería con enorme agrado por tan preciada adquisición. Regresé a mi escritorio a seguir dibujando. Pasó esa semana y yo seguía con el Lugones a lápiz sobre cartulina de un metro por setenta. Como lo hacía a diario, caminé por la casa para descansar del sillón y el escritorio. Mientras tanto, tomé el libro para ojearlo por encima; craso error, pues por un torpe descuido lo dejé al alcance de mi pequeña, a sus tres años. Tarde fue cuando la vi con el libro en una mano y la hoja arrancada en la otra. Se lo arrebaté y lo sostuve como si fuera la cabeza de un amigo en su lecho de muerte y a la hoja como el torniquete que impedía el desangramiento. La introduje en cualquier parte, sin preocuparme por buscar el lugar exacto que le correspondía dentro del malogrado volumen, que arrumé junto a otros papeles de olvidada importancia.
Entré en un breve lapso de actividad febril, pues dentro de poco tendría que vérmelas con mi editor, que ya me había dado un adelanto monetario considerable y casi nada tenía para entregarle. No interrumpí el desarrollo de mi dibujo, y a poco tiempo de terminarlo, mi sentimiento hacia el libro había mudado poderosamente. Esa hoja arrancada no lo hacía seductor; era como pensar en una mujer bella, pero sin cabello. Perdido todo mi interés en él (y con el Lugones viéndome desde la pared) comencé de nuevo un camino de varias lecturas en las que no pudo ser el convidado principal: tenía otros libros, sin daños graves en su formato, que merecían igual atención. Con ellos duré casi un mes entre mi escritorio y el patio descubierto de la casa, habiendo salido apenas una vez para conversar con Galván. Aquellos eran los momentos que aprovechaba mi esposa para remover mis anaqueles y sacudir todo el polvo. Mes y medio después del episodio de la hoja arrancada volví a verme con mi compañero; la vez anterior, cosa rara, él no me mencionó nada sobre el libro. Yo tampoco, y no pensaba hacerlo. Luego de un corto silencio, expectante, Galván me preguntó:
—¿Cómo te fue con la última novela que compramos?
—Es una trágica historia. ¿Cuándo irás a ver el retrato?, ya está en la pared.
La charla no duró mucho, nos despedimos con parquedad. Caminé perezosamente hacia mi casa y el recuerdo del libro me visitó al momento de girar la llave para entrar. Una inusitada inquietud me acercó hasta el sitio donde padecía su exilio forzoso. Luego de examinarlo comprobé con asombro que la hoja arrancada no dormía en su interior el sueño de los justos. Pasó media tarde mientras pensaba que ya era del todo inútil conservar el libro; me preguntaba por la forma como podía haberse perdido la hoja, siendo las escasas remociones de polvo de mi esposa la única respuesta que encontraba. Ya oscura la tarde tomé de nuevo el libro para conocer al fin cuál era la hoja faltante; revisé una a una las casi doscientas que tenía y mi desconcierto fue mayor cuando supe que no le faltaba ninguna.
¿Acaso estaba loco en su momento y esa hoja nunca había sido arrancada? ¿O me estaba enloqueciendo ahora y veía cosas donde no las había? Llegué a pensar esa noche que había soñado todo el trágico suceso, pues me ocurría a veces que, en pleno desarrollo del dibujo, con el lápiz en la mano y luego de una leve reclinada para observar, me quedaba dormido de golpe por la fatigante labor de retratar. Puras patrañas. Cavilando, la noche se extravió entre conjeturas que no llegaban a nada.
El suceso era en verdad inexplicable y no terminaba de aceptarlo. Consideré que necesitaba un descanso. Desde el nacimiento de la pequeña, mi mujer y yo no habíamos tenido unas vacaciones. El libro en que venía trabajando era un largo relato fantástico y me asombró pensar que esa ficción en que andaba inmerso usurpara mi realidad de manera tan alarmante. La cuestión me tuvo ocupado como la pieza que no encaja en la urdimbre del detective policial.
Un libro inusual, adquirido en una feria itinerante, con una hoja que se negaba a dejar su lugar de origen. Algo mágico tendría que estar de por medio, la operación de algún conjuro. Empezaba a sentir incomodidad al entrar en el campo de las supersticiones; bastante había leído sobre la inconveniencia de comprar artefactos a gitanos y viajantes. Al final, llegó a mi pensamiento El libro de arena, pieza singular desdeñada injustamente por la literatura de terror, y consideré que el mío era una variante materializada de esa ficción borgeana. Hasta que uno de tantos días, después de un sueño corto y un desayuno sin apetito, recordé el ejemplar idéntico de Galván y creí encontrar en él, extrañamente, la respuesta. Me llevé el mío y salí corriendo hacia su casa, toqué la puerta agitado, ansioso, no lo dejé siquiera terminar su saludo.
—¡Muéstrame tu libro, la novela de Breton!
—¿Pasó algo con el tuyo? Porque el mío tiene una rareza, un inusual error de imprenta.
Con lo que dijo Galván aumentó al doble mi ansia por saber qué sucedía. Su libro tenía una hoja repetida. Como nuestros volúmenes eran idénticos busqué la anomalía en el mío… había una sola, como ya sabía, pero al estar mi atención centrada en ella noté, en el espacio inmediatamente sucesivo, la huella casi imperceptible de otra que había sido arrancada. De ese modo, sosteniendo el libro a la altura del pecho, con la risa irónica que a veces nos causa un acontecimiento inverosímil, me di cuenta de que la hoja que había arrancado mi pequeña hija era, increíble, una de las dos repetidas.
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