Ilustración de Luis Miguel Carvajal que representa a una puerta antigua y grande.

Ir hacia el destino

[Cuento]

La casa es espaciosa y vieja; el piso, de baldosa vieja y bruñida en el zaguán y entablado en las habitaciones, tan roído, que parecía a punto de colapsar con cada pisada. Dos años vivió el hombre en ella. Ahora desmantelaba todos sus bártulos y removía el polvo suficiente para querer estornudar con la sola mención. Abandonaba el lugar con un claro recuerdo literario: Mujíca Láinez, el anticuario de la prosa castellana, que tanta magia otorgó a esas paredes altas, decimonónicas, fundacionales como su obra, como su fervor del pasado.

Y pensaba en eso justamente ahora, cuando la casa hacía su entrada triunfal en el pasado. Cuando cerraba su enorme puerta doble, antigua como todo y en apariencia infranqueable, que tantos malestares le había prodigado en ciertas madrugadas, postrimerías de las noches del vino, cuando se empeñaba en no abrir. Era una puerta difícil, con carácter. En esta ocasión, la última, mostró una nobleza tal que le pareció una invitación para volver a abrirla. Lo unían a la casa, en esencia, un autor, a quien llevaba consigo; una modesta tranquilidad, también a cuestas; y un recuerdo persistente, no ya en su maleta, pues era el recuerdo de lo no vivido.

Descargó el pesado fardo de la nostalgia (y sus pocos bienes) en una habitación de la casa de mamá, a la que con sumisión de gatito hambriento volvía: porque siendo el único lugar que siempre tenemos seguro, es también del que siempre nos estamos yendo, por la misma razón. En el caso de este hombre, había querido darse a la vida. Eso implicaba claramente escapar de las seguras fronteras maternales y seguir la ruta de un amor posible. Nunca lo encontró. Su personalidad literaria le exigía una compañera de por vida y las escasas correspondencias que logró se vieron minadas, cuando mucho, a los cuatro meses de emociones desbordadas y en pleno estado de maduración. Destruido su imperio sentimental, una y otra vez, por los temidos invasores del desdén y el abandono, el hijo pródigo había comenzado a vislumbrar su porvenir de retorno hacia los brazos de la madre que, indefectiblemente, espera.

Pero este no era el momento para pensar en mamá. Era de noche, hora en la que son menos vergonzosas las mudanzas, y una oscura razón lo regresaba cada vez al sitio que había dejado. Con insidiosa y rara percusión volvía la casa, volvía la calle, volvía la puerta, ya ajenas, y no vio otra solución que desandar sus pasos.

Sintiéndose como el personaje que al ver un gesto de la Muerte quiso huir hacia Ispahán, sin saber que era en ese lugar donde tendría su cita con Ella al anochecer, este hombre fue al encuentro de su destino. Era fatal pensar que la muerte se le manifestara en su regreso a casa de mamá; lo era también pensar que la encontraría en el sitio donde tan feliz había sido. Tantas noches de ensoñación prolongada, tantos días de silencio, música y literatura, tantos días… ¡y ahora podría borrarlos una infame descarga! ¿Por qué había ido? ¿No era acaso un acto insensato y temerario? Sin embargo, allí estaba, a pocas casas de la que constituiría su fin, excitado por la penumbra y una mezcla de viento y de misterio, ya perentoria.

Subió los dos escalones de la alta acera con una sensación de levedad; la mano temblorosa, que dispuso para girar la llave y lo definitivo. Desde atrás sintió una voz como una fulminación. Pero no cayó al suelo, porque esa voz no venía para acabarlo. Apoyar enérgicamente su mano izquierda contra la puerta fue su reacción ante el espanto (ahora trocado en fascinación) y no algún grito indecoroso ni alguna excesiva y vergonzosa relajación de los músculos. El pobre, en su embeleco de la muerte, no se percató de la presencia de la mujer en la encrucijada anterior.

Ella encarnaba el pasado que no pudo ser, era el recuerdo que nunca tuvo, el único encanto que le faltó a esa casa: cuando ya esta le era ajena, aquella le era familiar. Pero ahora convergían los tres, y una mano se había dispuesto para girar una llave. Por qué había ido ella también, no lo sabía, pero conjeturó que como a él, la visitaron designios secretos y que el precio que debía pagar para vivir ese momento era la sensación de lo demasiado tarde y no poderlo disfrutar a cabalidad en una casa desmantelada.

La puerta, como lo había anticipado al cerrarla, no opuso ninguna resistencia. Descubrió el amplio zaguán y pensó en que el entablado no es frío ni duro como la baldosa y recordó que en una de las habitaciones, la más amplia, había quedado, abandonada en la mudanza, una vieja estera.

Ilustración hecha a mano por Luis Miguel Carvajal que representa la esquina de una habitación antigua y descuidada.

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