Ilustración del cuento Huida amorosa hecha por Luis Miguel Carvajal

Huida amorosa

[Cuento]

Cuando juró que estaría dispuesto a soportar con ella el peso del amor, nunca creyó que alguna vez tendría que asumirlo de forma tan literal. Habían avanzado, a lo sumo, dos kilómetros; la noche, de luna creciente, con su virtud de resaltar los tonos blanquecinos en medio del paisaje, les era suficiente para no perder el sendero empedrado. Ella se había torcido un pie a causa de la corta huida, ya para ellos satisfactoria gracias a la bifurcación del camino y a la errónea decisión de sus perseguidores. Fue solo hasta que dieron pasos más cansinos, producto del esfuerzo y el miedo a ocultarse en la maraña y perderse allí, que pudieron comprobar el éxito de su marcha.

Él la llevaba a la espalda, pero más que por la lesión, lo hacía por la amorosa necesidad de cuidarla; por sentir que le respiraba en la nuca el aliento deseado, no el de sus enemigos; y caminar en el abrazo que ella le daba para sujetarse, casi dormida.

Esta pareja fue unida por una circunstancia poco convencional. Alta la tarde en un día cualquiera, el joven trabajador había salido a coronar su jornada con un cigarrillo, que fumaba complacido en ese único momento del día, y un libro de bolsillo que siempre cargaba, deteriorado y de no muy alta poesía, que para él era el único material escrito conocido. Se encontraba en esa faena, recargado sobre un poste del alambrado, cuando de golpe sintió que lo observaban. La mujer, que al acercarse más argumentó haberse perdido, lo cautivó por su aire enigmático y de terror, de soledad, de belleza.

Él, que no comprendía por qué, a pesar de su buen trato y absoluta fidelidad, todas las tentativas de compañera terminaban abandonándolo con indefectible impiedad, quiso creer que ella voluntariamente había perdido la ruta; que ella había advertido en él una personalidad diferente dentro de la homogeneidad del ambiente rural (por el libro tal vez) y que había llegado a confortar sus laboriosos días. Esas cavilaciones irrisorias no fueron del todo equívocas, porque la mujer siguió extraviándose del camino a la hora señalada. Vivieron ese deseo postergado no más de dos semanas; después, vivieron la angustia y el fervor por formalizar una unión que a ambos desbordaba. Al fin lo lograron, pero la entera felicidad no era precisamente su destino.

De ahí que esa tarde él hubiera ido a vengarse. Ella, el último diciembre, en medio de una fiesta en la que abundaban la música de baja categoría, las groserías y el aguardiente, se había dejado seducir de un sujeto pendenciero, que alardeaba de ser el nuevo mayordomo del más extenso terreno entre todos los que administraban los convidados de esa noche, y ante el cual Daniel Barrero, novio entregado y poseedor de una modesta hectárea, tuvo que verse reducido y burlado por el despojo del único fruto de su cosecha.

Ella nunca regresó a causa del encierro vigilado en que el amante despótico la mantenía; él nunca fue a buscarla por entender que era ella quien debía volver. En fin, que ambos se pasaron el tiempo esperándose, con la premonición de al menos un capítulo faltante en esa desavenencia.

Ilustraciones de Luis Miguel Carvajal

El día era inevitable, como lo era la resignación del hombre por saberse obligado a emprender la tarea de buscarla. Y lo hizo, aunque más por la rabia en la que evolucionó el desespero de los días. Por eso, cuando se dirigió a donde ella estaba, una casa que podía vislumbrarse a dos montañas de distancia, y hacia donde siempre se sentaba a mirar algún movimiento (como esperando que fuera ella en su camino de regreso), lo hizo con la firme intención de acabar con alguien o con todo.

Sudó la dura montaña a lo largo de la tarde. Pasadas las seis llegó a la casa por uno de los costados y caminó el corredor hacia la puerta principal, donde estaban sentados su mujer y el adversario. El silencio fue unánime. Un segundo de tensión que todos tres entendieron. Verla le renovó el amor pospuesto; ella corrió hacia él, el otro hacia el machete que no estaba a su alcance: lo que les dio la ventaja en la carrera. Huyeron en la misma dirección que los llevaría a su casa. Tras ellos, unido a la persecución, empuñaba otro machete el ayudante del latifundio.

Ya de noche, agotados y con el ruido lejano pero amenazante de sus perseguidores, entendieron que no podían seguir la senda hospitalaria. Sin disminuir el paso tomaron el otro sentido, que por intrincado y árido llevó a la mujer a sufrir el doloroso percance. Un quejido, un desplome aparatoso y el terror inmediato de ser alcanzados. Él se fue sobre ella, con un abrazo de inocente afán por aliviarle el dolor y una terrible zozobra del inminente machetazo en sus cuerpos. Nada sucedió; sintieron como una caricia la ausencia total de movimiento que prosiguió a la caída. Satisfecho, Daniel Barrero conoció la utilidad de sus brazos cuando levantó del suelo a su adorada convaleciente.

Transcurrida una hora, a la que el camino le sacó minutos de sobra por su condición de intransitable, el hombre descargó sobre el barranco a la mujer de sus angustias, de sus maldiciones minuciosas cada noche, de su equivocada esperanza todos los días; y ahora, teniéndola a su cuidado, en la invalidez y el vértigo de los acontecimientos, el motivo de su calma y excitación más deseados. Al ponerla sobre la tierra le lastimó la herida, que agravaba el frío, y sintió su dolor físicamente.

En este punto intenta quebrarse la historia. Porque, mientras la tuvo tendida, después del beso como agradeciendo que ella le dio, antes de introducirse en un sueño lento que más que vencerla, invocó, a Daniel Barrero no le quedaba más que recoger los pasos del día y aun de sus días. De los muchos a que dio feliz término una alcoba, excedida de aparejos y trabajo, en noches ardientes que no parecían de verdad. De aquel en que don Aquileo le dejó tener a su hija, luego de los muchos trabajos que desempeñó en su finca, con los abrazos clandestinos de la joven amante como único y suficiente pago; de aquel en que ella se fue detrás de un capataz ordinario; de los muchos en que padeció la vergüenza de ese abandono; la abnegación y el peligro de buscarla, llevarla a sus espaldas. Repentinamente la odió, se odió. Tanto, que alcanzó a rodearle la garganta con sus manos, que palpitaban de rabia, haciéndole mortal presión; y alcanzó también a sentir en la cara los manotazos que ella, en un fallido intento por liberarse, arrojaba a cualquier parte.

Pero todo en su mente. Consecuencia de un desbarajuste momentáneo, propiciado por un dejo de rencor que aún conservaba (inevitable después de todo) y la turbulenta sucesión de episodios que configuraron ese día, alcanzó a imaginar para ella esa fácil muerte. Se culpó por ello y expió su culpa diciendo que todo hombre en algún momento ha sido un asesino mental; además, el simple dolor que le notaba por esa torcedura le renovaba su convicción de protegerla y acentuaba la certeza de que, si fue donde ella, fue por amarla, y que esa condición no cambiaría al cegarle su destino, más bien lo haría un cobarde, un miserable, un muerto. La alzó en brazos nuevamente. Vedado el camino a casa siguió la ruta que le indicaba el sonido de la quebrada. Refrescadas las gargantas les sería más fácil encontrar la ruta del día siguiente, con su nueva y amorosa preocupación de hambre, de sed y de cobija.