[Relato]
Hace unas semanas decidí desempolvar un portarretratos que me habían regalado años atrás y que nunca usé. Seguramente porque mi primer libro fue una enciclopedia, tengo una especial afición por el género biográfico y por los rostros de «hombres ilustres», incluso cuando me siento a dibujar lo único que hago son retratos, que tardo meses en terminar, cuando los termino (en este momento estoy lamentando el que tengo empezado desde hace un año). El caso es que sacudí el portarretratos, lo dejé presentable y estuve pensando a quién quería enmarcar y poner sobre mi escritorio para que me iluminara en horas inciertas. Tenía claro qué tipo de personaje quería: un hombre de ciencia, un matemático, un físico, alguien de cuyos méritos no existiera duda y no estuvieran sujetos a debate, como pasa con la gente de las letras, los filósofos o los intelectuales, de los que dice uno cualquier cosa y de inmediato surge la controversia y el desacuerdo. Como es el caso de Sócrates, Platón y Aristóteles, a los que considero como una suerte de oscurantistas bastante hablantinosos que no estuvieron a la altura del pensamiento científico de los presocráticos y los babilonios. Eso tiene una explicación de la cual no conozco el origen: la tradición occidental ha premiado el pensamiento teórico-especulativo por encima del práctico y demostrativo. Con estos comentarios comienza la polémica y los malentendidos, pero bienvenidos sean.
Después de que estuve reflexionando sobre quién podría tener ese aura inapelable y seguro, distinto de Newton porque habría sido demasiado obvio y facilista, me extrañé de que hubiera tenido que pensarlo durante tanto rato: Pierre de Fermat (1601-1665), «príncipe de los Aficionados», personaje singular como él solo. Francés, acomodado, vivió en una época de adelanto intelectual en Europa, se formó en derecho y fue magistrado en Toulouse, en cuyo parlamento fue consejero real, cargo que desempeñó con dignidad. En este empleo, a Fermat le correspondió por muchos años atender parroquianos que necesitaban una audiencia con el rey, para determinar cuáles podían escalar a instancias mayores, y hacer cumplir los decretos que su señoría desde París promulgaba para toda Francia. Algo que no parece el mejor trabajo del mundo, pero Fermat lo ejecutó con satisfacción. También tenía funciones judiciales y no faltó el clérigo desgraciado que fuera condenado por él a arder en la hoguera. Se casó, tuvo tres hijos y murió tranquilamente en su casa, rodeado de su familia. Una vida sencilla y monótona, que en absoluto daría para estar hablando de él cuatrocientos años después. Entonces, ¿dónde está el secreto de todo?, ¿a qué viene tanto alboroto con su nombre?
Sucede que, habiendo sido un funcionario real, sometido a la conspiración y las intrigas palaciegas, Fermat prefirió cumplir con sus funciones sin llamar la atención de nadie: nunca tuvo aspiraciones políticas, no estuvo detrás de ninguna merced, dádiva, sinecura, prebenda o lambonería que se nos ocurra, y en su lugar, «dedicó toda la energía ahorrada a las matemáticas, y cuando no condenaba a sacerdotes a arder en la hoguera, Fermat se dedicaba a esta afición» (Singh 1997). Es en esta afición silenciosa, en esta doble vida que adoptaba durante las noches cuando llegaba a casa donde el bueno de Pierre tiene credenciales de sobra qué mostrar.
Fermat previó el cálculo, antes que lo desarrollaran Newton y Leibniz (incluso el importante matemático Lagrange lo consideraba el padre del cálculo, no únicamente un precursor); inventó la geometría analítica independientemente de Descartes, con quien compartió correspondencia; fue amigo de Pascal y junto con este creó la teoría matemática de la probabilidad; y, por si fuera poco, fue el renovador de la teoría de números, que nadie trabajó desde que la creó Diofanto de Alejandría alrededor del siglo IV (Stewart 1985). Era el terror de sus amigos, a quienes torturaba con cartas socarronas en las que incluía difíciles acertijos matemáticos que él ya había resuelto; el irritable Descartes no lo soportaba, seguro porque se sentía superado por el sereno y cortés magistrado. El siglo XVII no fue la mejor época para los matemáticos en Europa, era un saber que apenas estaba emergiendo después de la poca atención que le prestaron a estos asuntos los teólogos de la Edad Media, más preocupados en reflexionar sobre el sexo de los ángeles y la naturaleza de la Trinidad. El Medioevo fue un período en el que las matemáticas avanzaron de la mano de los árabes en Oriente Próximo, con capital cultural en Bagdad. A pesar de esta precariedad, Fermat habría podido viajar a los centros culturales como Pisa, París o Londres, pues era un burgués que podía darse ese lujo, y estudiar allí las matemáticas que tanto adoraba.
Bajo este contexto, las matemáticas eran usadas como simple herramienta para el comercio, no como saber puro a la manera de los griegos. Es la época del surgimiento del capitalismo y la banca modernos, con una sociedad mercantil enfrentada «a cada vez más problemas relacionados con el comercio, las tasas de cambio, los beneficios y los costos, problemas que con frecuencia requerían la solución de algunas ecuaciones» (Aczel 2003). Los matemáticos eran reservados y celosos de compartir sus conocimientos, pues ello suponía perder dinero, «una tradición que se había ido transmitiendo desde los cosistas del siglo XVI» (Singh 1997). Los cosistas eran los algebristas europeos, que recibieron los conocimientos matemáticos arábigos, y eran llamados así por ser expertos en despejar la cosa (la incógnita en las ecuaciones), que en la actualidad se representa generalmente con la letra x. Su competencia por adquirir un empleo o mantenerse en él los llevaba a entrar en disputas entre ellos, incluso se retaban a duelos públicos, en los que se asignaban problemas que debían resolver en plazos determinados: la intención era «corchar» y humillar al adversario y ganar con ello prestigio y clientes. «Su interés por los problemas prácticos con el fin de conseguir beneficios económicos, y las peleas destructivas entre ellos, les impidieron buscar la belleza de las matemáticas y la sabiduría como un valor en sí mismo» (Aczel 2003). En este contexto ocurrió la famosa polémica entre los italianos Girolamo Cardano y Niccoló Tartaglia por la autoría del método para resolver ecuaciones cúbicas (Veritasium 2021).
Todo esto era exactamente lo que a Fermat no le interesaba. El bajo perfil que mantuvo siempre en lo político, lo sostuvo en lo matemático: nunca quiso publicar nada, nunca buscó la fama ni el prestigio. El matemático Eric Temple Bell (1937), uno de sus principales propagandistas, escribió sobre él en un libro clásico: «Considerando la naturaleza de los deberes oficiales de Fermat y la importancia de los hallazgos de Matemática que realizó, algunos se asombran de cómo pudo encontrar tiempo para todo». Y me parece que acá se encuentra la clave del asunto. Era que Fermat no vivía de las matemáticas, no las veía como el medio para llegar a un fin lucrativo, sino que eran el fin mismo de un saber ocioso y placentero. Las matemáticas eran el descanso de un oficio rutinario, no tenían el peso de la obligación encima, eran un ejercicio del saber por el saber, una experiencia que bien pudo merecer un acápite entre tantos otros maravillosos que ofrece Nuccio Ordine (2013) en La utilidad de lo inútil.
La teoría de números, en la que Fermat fue el mandacallar de la época, trata de las relaciones existentes entre los números naturales (aquellos que contamos con los dedos: 1, 2, 3, 4, 5…) y por esa razón, es el campo de las matemáticas más accesible a cualquier persona con formación básica; pero tiene una trampa, porque debajo de su aparente sencillez, se esconden los problemas más endiablados de la historia, hayan sido resueltos o no en la actualidad. En ninguna parte como en la teoría de números se aplica mejor la frase de que las apariencias engañan. Un postulado elemental de teoría de números es, por ejemplo, que todos aquellos números que no pueden ser descompuestos en otros más pequeños, que multiplicados dan el número inicial, se llaman primos: 10 es igual a 2×5, en cambio, el 11 no se puede expresar como la multiplicación de otros dos números más pequeños, no posee divisores propios diferentes del 1 y de sí mismo, 11 solo puede expresarse como 11×1, es primo. De esto resultan cosas como la conjetura de Goldbach, enunciada en 1742, hace más de 280 años (que para este contexto es mucho tiempo) y que continúa sin demostración. Modificada por Leonhard Euler (otro genio sin parangón), afirma que todo número par mayor que 2 es la suma de dos primos: 10 es igual a 5+5, 12 es igual a 7+5, 20 es igual a 7+13 y, en teoría, así hasta el infinito. Elemental, sencilla, cualquiera la entiende, pero nadie ha podido demostrarla. Nadie hasta la fecha ha encontrado un número par que viole la conjetura y automáticamente la anule, pero nadie tampoco ha sido capaz de probar que se aplica a todos los infinitos números pares.
Otra particularidad de Fermat era que casi nunca ofrecía las demostraciones de sus resultados, con llegar a ellos le bastaba, por el solo placer de saber y descubrir. De modo que enunció un montón de conjeturas y teoremas que los matemáticos del futuro tuvieron que demostrar, casi siempre luego de años de trabajo y entre una mezcla de admiración y fastidio por la genialidad y desidia conjugadas de este personaje fuera de lo común. Lo que se conoce de su trabajo es por medio de las cartas que compartió con sus amigos matemáticos y por los apuntes en los márgenes de su libro de cabecera: la Aritmética de Diofanto. Fue durante una de tantas noches tranquilas en donde se olvidaba de las intrigas de la corte que, a la luz de una vela y como de costumbre, dejó un apunte que sería la pesadilla de los matemáticos hasta la última década del siglo XX, en el que está implicado el teorema de Pitágoras y la teoría de números.
En el teorema de Pitágoras se cumple que, en un triángulo rectángulo, la suma de las longitudes de los catetos elevadas al cuadrado, es igual a la longitud de la hipotenusa elevada al cuadrado: a²+b²=c². El mejor ejemplo de esto son los números 3, 4 y 5: 3 al cuadrado da 9, 4 al cuadrado da 16, 9+16 = 25, y 5 al cuadrado da 25. Cuando hay tres números que cumplen con esta regla, que sean naturales (1, 2, 3…, no se valen fraccionarios o decimales) decimos que son ternas pitagóricas, y existen infinitas de ellas. Eso quiere decir que existen infinitas formas de representar una potencia al cuadrado (c²) como la suma de dos potencias al cuadrado (a²+b²). Lo que hizo Fermat fue absolutamente sencillo, se preguntó qué pasaría si en vez de elevar al cuadrado se eleva al cubo: a³+b³=c³; pues sencillo, un niño de escuela lo sabría: se reemplazan las incógnitas en la fórmula hasta encontrar tres números que satisfagan la operación. Una potencia cúbica como resultado de sumar dos potencias cúbicas más pequeñas, fácil. ¿En eso perdía el tiempo el pobre Fermat? Lo perdiera o no, afirmó que es imposible hallar una solución. Absurdo. ¡Un teorema que lo entiende cualquier escolar, que con potencias al cuadrado tiene infinitas soluciones, para que venga un magistrado de la corte a decir que elevado al cubo es imposible de resolver! Y no se quedó allí: dijo que el teorema no tenía soluciones para ninguna potencia mayor que dos, ¡un escándalo! Pero lo dijo, o mejor dicho lo escribió en uno de los márgenes de su libro, e incluso agregó: «Poseo una prueba en verdad maravillosa para esta afirmación a la que este margen viene demasiado estrecho» (Singh 1997). Ni siquiera se ahorró el tono bromista. Con semejante irresponsabilidad, era obvio que cayera en el desprestigio y no fuera tomado en serio a partir de allí.
En realidad no, apenas entonces comenzó a existir verdaderamente el modesto matemático aficionado francés; porque lo que parecía un simple juego, una broma con un problema matemático de escuela, resultó ser el problema por excelencia de las matemáticas durante 350 años. Pasó a llamarse el último teorema de Fermat, porque fue el último que quedó por demostrarse o refutarse de entre tantos que dejó garabateados en los márgenes de su libro. En el camino por encontrar la demostración que Fermat dijo poseer, pero que nunca dio, pasaron un matemático que se suicidó, otro que se arrepintió de quitarse la vida y dejó en su testamento una buena suma para el que lo resolviera, una mujer que tuvo que hacerse pasar por hombre para poder hacer matemáticas, un genio precoz que escribió sus avances en una noche de desespero, previa a morir en un duelo. Fue una historia que dotó a las matemáticas de emoción y misterio, no ha sido la única. Hasta que por fin en 1995 Andrew Wiles, un nerd flacuchento de Cambridge, mató el encanto y resolvió el problema que lo había obsesionado desde la infancia. Se encerró siete años en el zarzo de su casa sin que nadie supiera lo que estaba haciendo, inventó métodos propios con matemáticas ultra avanzadas para dar una solución que pocos entienden. Así fue la historia de un problema típico de teoría de números, que en su sencillez encierra una pasmosa complejidad. Y la razón por la que decidí que Fermat acompañaría mis desvelos estudiantiles.
Imprimí su retrato y lo puse en el modesto marco que recuperé del olvido. Ese día me fui a dormir sin contratiempos, pero me encontré con una sorpresa al amanecer. El cuadro, que puse sobre el escritorio, estaba tumbado y no fue difícil saber cuál había sido la causa: una gata muy simpática llamada Hécate, que a pesar de este percance, nunca ha sido una amenaza para los enseres de la casa. Regresé el cuadro a su posición original y no presté mayor atención. Pero a partir de allí comenzaron las cosas raras, que al principio parecían de lo más normal: un simple felino monitoreando un nuevo artefacto fuera de su inventario, lo olía y lamía a menudo, mientras yo la observaba, después comenzaba a querer moverlo con la patica hasta que me tocaba quitarla de allí. Al otro día, de nuevo, lo encontraba tumbado. En este punto comencé a darme cuenta que lo observaba con absorta fijación, cuando se quedaba sola en la pieza. Casi siempre estaba echada a todo el frente del cuadro, casi tocándolo, con la mirada clavada en un matemático del siglo XVII que ella no tendría por qué conocer, o eso era lo que pensaba yo, porque Hécate siguió haciéndolo aún en la oscuridad. Cuando prendía la luz o simplemente me asomaba en secreto, allí estaba en el más solemne estado de imperturbabilidad frente al retrato, que al amanecer volvía a estar boca abajo. Hécate gustaba de quedarse a solas con Fermat, pero el acto de vandalismo que cometía todas las noches me indicó que el motivo no era una relación de simpatía. Ella definitivamente no lo quería. Cuñé el cuadro con el mapamundi del lado y después de eso todo acabó.
Mi gata perdió todo el interés por Fermat y yo recobré la tranquilidad, hasta hace unos días. No termino de saber qué la llevó a comportarse así con mi inofensiva réplica fotográfica. Los gatos no son criaturas fáciles, saben cosas que nosotros no. Durante los milenios han sido adorados y temidos por partes iguales y esa reputación no se consigue así no más. Fermat aseguró que aunque todos los matemáticos del mundo trabajaran toda la eternidad en su famoso teorema, nunca le hallarían solución, y dijo tener una demostración maravillosa que nunca dio, ¿la tenía en realidad?; y si no la tenía, ¿cómo podía estar tan seguro de que era cierta? Ese ha sido el enigma de Fermat que ha martillado la cabeza de mucha gente y que pienso que Hécate trataba de resolver. Pienso que ya descifró por su cuenta el misterio detrás de todo esto o simplemente se resignó a la impostura de un personaje que obtuvo más fama de la que merecía. Por desgracia, su comportamiento me hizo mella y ya tampoco veo el retrato con los mismos ojos. He pensado en retirarlo, o en poner otro diferente, alguien como Axel Munthe, por nombrar alguno, un personaje que admiro y que amaba a los animales, algo que podría servir para despertar simpatía en ella, pero qué tal con eso empeore las cosas. Y definitivamente no pienso poner a Erwin Schrödinger, porque quiero que mi gata siga estando viva aunque yo no la mire, y no esperar a que la realidad colapse en un estado u otro cuando entre a mi habitación a acariciarla.
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Hécate luego de haber perdido el interés por el cuadro
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Bibliografía
Aczel, Amir D. 2003. El último teorema de Fermat. México: Fondo de Cultura Económica.
Veritasium en español. 2021. Cómo se Inventaron los Números Imaginarios. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=VN7nipynE0c.
Ordine, Nuccio. 2013. La utilidad de lo inútil. Barcelona: Acantilado.
Singh, Simon. 1997. El enigma de Fermat. Kindle. epublibre.org.
Stewart, Ian. 1985. Historia de las matemáticas. Kindle. epublibre.org
Temple Bell, Eric. 1937. Los grandes matemáticos. Kindle. epublibre.org.
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