Portada de la Columna de opinión de Juan Daniel Mazo

Columna de opinión: El límite del mundo

Durante mucho tiempo estuve convencido de que la frase más famosa de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», condensaba muy bien lo que, efectivamente, constituye la realidad. Pensaba que, solamente a través de la comunicación —aprendida en los indescifrables balbuceos de la primera infancia o en las interminables planas de la escuela—, podíamos dar cuenta de la inundación emocional, la incertidumbre social o la inmensidad cósmica.

Sin embargo, desde que soy padre y veo cómo poco a poco los pequeños gestos cotidianos dotan de sentido la vida de mi hijo —y de paso la mía—, es que advierto un cierto grado de imposibilidad en la declaración del filósofo austríaco. He contemplado pavorosamente que, en efecto, como sugiere Piedad Bonnet en su asombrosa novela, perder a un hijo no tiene nombre. ¿Dónde se alojan, entonces, aquellas dimensiones de lo humano en las que el lenguaje es insuficiente?

A ver, no quiero pecar de frívolo y, por supuesto, tampoco pretendo rebatir una de las más respetables corrientes de la filosofía lingüística basándome en un hecho personal o en una novela bien escrita. Lo que quiero exponer es de una naturaleza más modesta. Tiene que ver, de hecho, con una tarea que me encomendaron hace poco.

Por una conversación a la que me invitaron a participar inadvertidamente, me he inquietado en las últimas dos semanas por la naturaleza de la comunicación y su alcance político. Las preguntas que no dejan de rondarme —además de la que ya dejé explícita dos párrafos atrás— son: ¿podemos cambiar comportamientos con una comunicación más clara? ¿es suficiente el lenguaje para transformar la realidad?

Para intentar resolverlas, he tenido que acudir a voces más fecundas y amplias en su trasegar. Gracias al magistral ensayo que Mario Vargas Llosa escribió sobre Karl Popper en La llamada de la tribu, descubrí que el lenguaje no es poder, ni límite; a veces es simplemente vacío. Esto ha incrementado mis dudas y ha dejado en evidencia mi irremediable ignorancia.

En su obra The Open Society and its Enemies, Popper sugiere que el lenguaje comunica cosas que le son ajenas, por eso, disociarlo de la realidad es inútil. Cualquier esfuerzo por entender su alcance, desvía la atención de lo importante: la búsqueda de la verdad por fuera de las palabras.  Este contraste entre las perspectivas de Wittgenstein y Popper me llevó a entender mejor el fanatismo.

Es evidente que la tradición filosófica que considera al lenguaje como el centro de nuestro entendimiento y la comunicación como la clave para el cambio es absolutamente relevante. Eso no es lo que estoy discutiendo. Lo que me inquieta es el reconocimiento del lenguaje como única vía hacia la comprensión y la acción.

Si para J.L. Austin lo que nos hace humanos es el «acto de habla» que nos permite hacer cosas con palabras, para los más radicales son los hechos los que hablan por sí solos. Y esto es bastante pertinente cuando estamos avocados a elegir redentores que tienen las fórmulas precisas para el mundo y las exponen en eventos turbulentos como el CPAC; pero también lo es cuando queremos manifestar nuestra inconformidad por el hecho de que el Atlético Nacional o el Deportivo Independiente Medellín estén en la cola de la liga colombiana.

En última instancia, es la combinación de la reflexión personal, el diálogo con la tradición filosófica y la apertura a nuevas ideas lo que nos permite profundizar en nuestro entendimiento. He llegado a la conclusión de que la relación entre el lenguaje, la comunicación y la realidad es mucho más compleja de lo que había aprendido con Wittgenstein, pues no siempre el lenguaje es el límite del mundo, muchas veces es apenas el inicio.