Imagen de Cristo hallada en antigua catacumba

El primer milenio de la cristiandad occidental

[Reseña]

Peter Brown en su libro El primer milenio de la cristiandad occidental pretende contarnos el desarrollo que tuvo el cristianismo durante los últimos siglos del Imperio romano, con especial atención en la Europa noroccidental: la antigua Galia,  Alemania, Britania e Irlanda; cómo esta nueva religión se adaptó a los cambios producidos por el declive de Roma en materia de expansión en las provincias, con las diferencias particulares en cada una de ellas, y el contacto con los llamados «bárbaros», en un ambiente alejado del Mediterráneo y las certezas que pudieran existir allí; y el paso de la Edad Antigua a Edad Media ―no «edad oscura»― de que fue protagonista, creando una forma de cristianismo distinto del existente en Oriente con capital en Constantinopla, el futuro Imperio bizantino.

Este estudio de largo aliento temporal y espacial nos lo presenta en un libro cargado de datos con un carácter más informativo y documental que narrativo, por lo que su principal característica no es la amenidad. Pero está claro que esa no era su intención y no deja de ser un texto abierto al público. Brown quiere hacer una amplia cartografía de lo esencial para comprender el establecimiento del cristianismo en Occidente y su modelación de la Europa moderna. Los datos son muchos y las situaciones, nombres y lugares son difíciles de explicar brevemente, pero a lo largo del texto se aprecian algunas ideas que bien podrían ser las principales.

El libro nos empieza contando que la relación con los bárbaros ―sin una lectura peyorativa de la palabra― no fue la fórmula tradicional de buenos y malos, de unos que arrasan y otros que se defienden y pacifican. Todo sucedió de una manera más simbiótica. El reclutamiento de tropas del Imperio se había hecho en las fronteras, «en las que apenas cabía distinguir entre “romanos” y “bárbaros”» (p. 58), lo que provocó un tipo de pertenencia a un grupo en función del ejército en el que se combatía y no de un grupo étnico o tribal; con esto, los barbari, individuos marginales, se romanizaron, pasaron a ser individuos integrados, en lo que el autor llama «terreno intermedio». Fue en este contexto que la iglesia cristiana tomó fuerza por fuera de las seguridades de un imperio debilitado: en las provincias. En estos lugares existía el temor por las incursiones violentas, asociadas a la figura de Atila o al famoso saco de Roma de Alarico. En los centros poblados la gente temía y debía darse al cuidado de las murallas, situación en la que se destacó el carácter comunal y aglutinante de la iglesia cristiana local. Los obispos cristianos, y en particular los de la Galia, fueron auténticos líderes comunales, que velaban por el bienestar del lugar y el auxilio de sus gentes. Esta unión particular se reflejó en la construcción de basílicas espléndidas que simbolizaban supervivencia y resistencia. Las celebraciones en estos espacios eran grupales y engendraron una forma de reparación del pecado y de la piedad de carácter colectivo.

La vida social más importante convergía en torno a la iglesia, era el centro. Aunque no lo menciona el autor, habría que ver allí un rasgo arquitectónico y social inequívoco de las ciudades futuras, cuyo centro y edificio más notorio siempre fue la catedral. Pensemos, por ejemplo, en la conquista y poblamiento de América, donde el primer acto de fundación de ciudades era reconocer la soberanía de Dios por medio de sus reyes y el primer edificio que se construía, aunque fuera un rancho de palos y paja, era la iglesia.

En estas zonas de frontera, donde tendrán lugar lo que Brown llama «microcristiandades», las diferencias religiosas no eran tan importantes como la seguridad, por lo que los bárbaros participaban de la bendición cristiana aunque fueran paganos (cosa que no importaba mucho a los obispos) y los bárbaros se sirvieron de los cristianos ante su necesidad de mano de obra y artesanos, con lo que se entiende que su comercio fue pacífico. Pero también fue frágil y su mayor amenaza era la captura de romanos por parte de los bárbaros para esclavizarlos.

Otra circunstancia que fue decisiva para el futuro de la religión y el concepto de piedad en Occidente fue la aparición de los «medicamentos de la penitencia», con especial atención en la figura de san Columbano, un irlandés que ejerció su evangelización en la Galia durante el siglo VII. Según Brown, para este tiempo la Iglesia cristiana era casi la totalidad de la comunidad, «el “pueblo de Dios” era demasiado grande para ser visible» (p. 140) y la reparación del pecado no podía seguir siendo la administración de la limosna en una iglesia comunal y pequeña, sino que era responsabilidad del individuo por medio de la penitencia. Los textos llamados Penitenciales establecían el castigo que cada pecado necesitaba para ser expiado, un auténtico código moral de comportamiento. Así, quienes tuvimos la oportunidad de recibir la gracia de la confesión, catorce siglos después, fuimos indultados a cambio de una cantidad relativa de oraciones y actos bondadosos.

Brown señala también las diferencias del cristianismo de Occidente y de Oriente. Los sacerdotes de este tenían a su disposición el desierto, que les daba el verdadero contacto con la santidad y la vida «angélica», diferente a los de Occidente, que consideraban mayoritariamente que «la gracia de Dios se mostraba triunfante dentro de la propia sociedad» (p. 108). La mentalidad cristiana del Imperio romano de Oriente tenía la división entre «desierto» y «mundo», mientras los europeos tenían la de civilizado y pagano (del pago, del campo). La controversia mayor entre ambas Iglesias fue, sin embargo, la de la adoración de las imágenes en Bizancio durante el siglo VIII. Teodulfo, un iconoclasta en la corte de Carlomagno, alegó que Dios no necesitaba de símbolos visuales y que el único puente hacia él eran los mandamientos y la Escritura, pues con ella había hablado Moisés al pueblo de Israel, no con imágenes. Esta controversia no la resuelve el libro, no muestra cómo esa iconolatría, a la que se negó en principio la Iglesia de Occidente, terminó siendo aceptada al punto en que las imágenes e iconos religiosos pasaron a formar parte indispensable de nuestra cultura (sobre todo popular), y todavía pervive el hábito de cargarlos en escapularios y pequeños formatos, como hacían los habitantes de Bizancio.

También hay un contraste que no queda muy claro entre la misma cristiandad de Oriente, porque de un lado estaban los obispos, que eran ambiciosos y demasiado ricos, y parecían más funcionarios del emperador que hombres de espiritualidad, ocupados en el poder y la jerarquía; y del otro, los sacerdotes, que buscaban la vida ascética y retirada, que les permitía un verdadero contacto con la divinidad. A esta experiencia espiritual de los Padres del Desierto le presta buena atención Allain Corbin en su libro Historia del silencio.

Otra idea central que expone Brown es aquella que explica la unificación del imperio de Carlomagno bajo una «Ley cristiana», que obligaba a que todo el mundo se convirtiera sin ambages a la religión del «pueblo amado de Cristo»: el signo definitivo de desprendimiento con el mundo antiguo. «Las “microcristiandades” regionales del pasado empezarían a confluir lentamente en la corte» (p. 241), ayudadas por la reforma en la escritura que produjo textos uniformes y legibles. Así, si al cristianismo arcaico le debemos la invención del formato de libro en códex, porque requerían transportar más fácil la palabra, por ser «religiones del libro», al cristianismo medieval le debemos la unificación de los caracteres en un lenguaje más universal y accesible.

Imagen generada con IA de un retrato de Cristo en estilo bizantino

En general, queda la sensación de que el establecimiento del cristianismo no se debió más que a los triunfos militares de soldados supersticiosos. Desde el primero, que fue Constantino, pasando por Clodoveo hasta Carlomagno, quisieron ver en Cristo la respuesta a sus victorias. Incluso el rey etíope Ella Atsbeha (s. VI) vio en la naciente religión la respuesta perfecta a su éxito, y en el Antiguo Testamento a su vieja estirpe dinástica, considerándose descendiente de Salomón. Gregorio de Tours comparó a Clodoveo, el primer rey cristiano de los francos, con el rey David. Sobre este el ejemplo es muy claro, pues «la victoria alcanzada sobre los alamanes, de religión pagana, había persuadido a Clodoveo del poder de Cristo» (p. 84). Su victoria sobre el rey visigodo arriano, es decir hereje, Alarico II en 507, fue la coronación definitiva de su nuevo reino y credo, que preparó el terreno para los futuros Carlos Martel y Carlomagno, adalides feroces del cristianismo.

Pero estas conversiones no fueron siempre por triunfo, también las hubo por derrota o sumisión: «en 785, Widukindo se rindió y admitió el bautismo» (p. 236), era un noble sajón que había resistido varias décadas la pacificación de la floreciente dinastía carolingia. Hasta se dio el caso de que los sajones, «si habían de ceder ante los cristianos, preferían hacerlo ante aquellos con quienes tenían un supuesto parentesco, aunque fuera falso, antes que con los poderosísimos francos» (p. 228), porque ya habían padecido los ataques de Carlos Martel. Y aquel ante quien se sentían semejantes era el apóstol de Alemania, san Bonifacio, un britano llamado Wynfrith, que había adoptado un nombre latino después de abrazar la fe de Cristo.

En fin, que el poder y la Iglesia siempre fueron de la mano y cuando el cristianismo comenzó a ser sinónimo de triunfo y perpetuidad, era cosa del pasado ser no católico. Fue la Iglesia un elemento más del poder imperial en muchos casos, y la Iglesia necesitaba de esos santos y fuertes varones para su permanencia. Carlos era, digamos, «el Martillo» para sus enemigos, como Cristo lo había sido para los pecados y los demonios, a favor del género humano. Los reyes querían ser dignos ministros de su obra en la tierra contra los herejes y paganos. De hecho en las últimas páginas se explica cómo los reyes de Britania vieron en Cristo una continuidad de su antiguo dios Odín.

Como se anunció al principio, el libro en cuestión tiene una característica que, siendo su gran mérito, también es su desventaja: la enorme cantidad de datos que contiene. Es en gran medida un libro de consulta, al que hay que volver necesariamente, por olvido de hechos concretos o para una mejor comprensión global. Porque es un libro que no lleva una narración uniforme, más o menos lineal; aunque ya sabemos que en la práctica esto es casi imposible, sí puede tener un carácter más narrativo. A veces parece que es una sumatoria de capítulos, como piezas de un gran rompecabezas que después hay que armar, y esto se entiende, por la ingente cantidad de información: cada página tiene un dato revelador, algún descubrimiento.

Debe ser esta la razón por la que hay confusión en la cronología y en el manejo de acontecimientos simultáneos, como es el caso del capítulo sobre el cristianismo en Irlanda y el de microcristiandades: en este habla nuevamente de aquel país, pero como aislado de lo que nos habló antes y casi sin relación de lo que cuenta en este. Hay una estricta separación de los capítulos y muchos de ellos se pueden entender separadamente, por eso lo de las piezas de rompecabezas.

En el caso de la cronología, hay detalles más evidentes que juegan en contra de la narración: sucede mucho que se está hablando de un personaje, sus hazañas y su azarosa muerte, y en el párrafo siguiente vuelve el personaje a situaciones veinte años antes de cosas que ya nos contaron. Esto es recurrente y hace pensar a veces en errores del tipógrafo. Sírvanos como ejemplo el caso de la página 217. Esta nos habla de la iconolatría bizantina y nos dice que «Cuando en 867 se colocó por vez primera en el ábside de Santa Sofía un mosaico en el que aparecía la Virgen con el Niño en su regazo, supuso una presencia incómoda»; incomodidad justificada por Focio en una frase que cita el texto, pero el párrafo siguiente nos aclara que «A partir de 843, las iglesias acabaron llenándose de visiones de este estilo, plasmadas en mosaicos y frescos». Entonces: ¿en 843 fueron aceptadas y masivas un tipo de imágenes como la que 34 años después causó incomodidad general? No se entiende muy bien.

Brown presta mucha atención al proceso de cristianización de Irlanda, su país de origen, y aunque es muy revelador, no parece, al menos por el momento, un proceso fundamental o determinante para el cristianismo occidental contemporáneo a los hechos y el cristianismo de los siglos futuros: el que llegó a América con las carabelas descubridoras de los Reyes Católicos y con los conquistadores del naciente Imperio español poco después. Lo que sí se advierte son grandes similitudes en ambos procesos de evangelización, como la hostilidad de los naturales hacia los clérigos y recién llegados, que llegó no pocas veces a la violencia y al martirio.

Estas son, en todo caso, apreciaciones parciales de la primera lectura de una obra que exige muchas más. El primer milenio de la cristiandad occidental es un libro de obligatoria consulta para historia de las religiones, y aunque posee elementos que entorpecen su lectura, Peter Brown construye con una enorme cantidad de materiales una buena catedral al estilo románico.

Tomado de: Peter Brown. El primer milenio de la cristiandad occidental. Barcelona: Crítica, 1997.