Imagen generada con IA de una pareja que camina tomada de la mano entrada la noche por una calle solitaria.

Confesión

[Prosa poética]

Saben; tienen sabor

a los zumos del mundo.

¡Qué gusto negro y denso

a tierra, a sol, a mar!

Pedro Salinas: Poema 60, La voz a ti debida

Se precisaron todas esas cosas

para que nuestras manos se encontraran.

J. L. Borges: «Las causas», Historia de la noche

Relataré, si el artificio del lenguaje puede abarcar tal cosa, lo que significa que te besen las lágrimas, los mismos labios que las liberaron en el beso, con su inminente postergación de días y kilómetros. Primero, daré a conocer los hechos que, en su inalterable sucesión, cifran ese momento ―por dar un nombre, pues tal cosa no cabe en la palabra―. Después, con los mismos límites referidos, diré qué es la vida, o por lo menos, su más pura manifestación en un instante.

Se debe empezar deseando el momento con toda el alma. Claro que eso, entonces, lo ignoramos. Se desea, sin saberlo, hasta el punto de pasar noches enteras leyendo los libros más queridos. Todo debe leerse con el deseo constante, pues, si se pierde, se pasará a la sucesión de símbolos gramaticales muertos en el papel. Sin el deseo, la lectura quedará desplazada. Es la presencia soterrada del deseo la que te hará quedar hasta el alba o hasta el llanto o hasta el momento inevitable donde la lectura no basta.

Se pasará ahí a escribir versos en cantidades inacabables, hojas y hojas desbordadas de deseo que personificamos en la muchacha de la tienda, en la que nos miró por accidente o en la que vimos dos veces en la iglesia. Una noche, cuando volvamos a casa, quebraremos todos los versos y lloraremos una vez más. Nuestro deseo se ahoga al ser pronunciado, las palabras no le bastan. Hay que desatarlo en los cuarteles.

Ya en las filas, sin pelo ni esperanza, le gritaremos en la cara al teniente, y una noche en el calabozo nos servirá para recordar nuestro fin único en el mundo. Así, la plaza de armas y su inagotable orden cerrado, la imposibilidad de sueño en las garitas, el peso del fusil en las espaldas, y los toques de corneta sin falta, con sus infinitas formaciones, serán el alivio inusitado para tanta alma incomprendida. Después, resignaremos el tiempo de limpieza del armamento o las botas para evadirnos con el libro, siempre mal visto por el comandante, a seguir deseando. Acaso las lágrimas de la ceremonia final tengan el sabor de ese momento.

Otra vez en las intolerables calles, cómplices y compañeras, se nos mostrará el vino como único sosiego, pero el ejercicio de beberlo todas las noches sin tregua no nos puede salvar. El ofrecido y engañoso amor, que llegará en una de esas noches, constituirá la trampa mayor de nuestra búsqueda; más allá de los besos sólo se encuentra un muro, es más fácil sujetar el agua que esos seres de bruma, aparecidos con su seductora mentira durante la noche.

Regresaremos a la soledad, a la íntima relación nuestra con el deseo, todavía intacto. Es ahí donde más se sobrevive, en su estado de inmaterialidad alimentada por poetas y novelistas. Pero, aun así, por qué negarse a la posibilidad de verlo materializado a la vuelta de una esquina; que el azar sea bondadoso con nosotros, o que, a fuerza de desear, lo dobleguemos para nuestros fines.

Tendrá que ser en la tarde ―sin duda es un suceso de la tarde―, puede también ser cómplice la lluvia. Nunca un momento se dejó vivir con tal soltura, sin tener que elegir nada ni cambiar las formas. Todo procede de una realidad distinta a la nuestra, la dimensión del deseo, el mundo que se nos abre con él, ya presencia. Basta con tomar una vez esa mano para conocer la textura de las nubes con que sonábamos en la niñez; dar el primer paso tomado de ella para saber lo que es caminar sobre el agua. A pesar de tanto, no es suficiente. Hay un abrazo que nos enseña a abarcar la existencia y un beso que nos muestra lo terrenal de ese Cielo que ponemos en algún lugar que no existe.

Cuando, después de tanta vida, podríamos aceptar dichosos la muerte, nos falta ir a un cementerio, no a enterrarnos, no a llorar, no a arrodillarnos; con el ámbito de las bóvedas y el polvo que reposa como testigos, qué mejor reafirmación del momento y celebración antagónica por esa vida surgida entre los dos, que brindar con el vino iniciado antes y poner como trofeo la botella vacía sobre el osario.

Escapar a las lágrimas ante este espectáculo de paroxismos resulta, además de imposible, incoherente. El llanto es el resultado de cualquier sentimiento culmen, y con la experiencia de los años vividos en un solo día ―esperado toda la vida―, sumado al hecho de la inminente despedida, la inevitable separación de los cuerpos, lloraremos con la enorme emoción de hacerlo, con ella implicada en nuestro abrazo. Después del beso final, sentir que te besa las lágrimas es la forma suprema de aceptación, de complicidad, de amor. Yo nunca he sentido la vida como en ese momento.