[Cuento]
A Justo Amador le gustaba leer en el corredor de su casa. Lo hacía a intervalos en el transcurso del día, mientras los quehaceres no lo hacían levantarse del tabrete que tenía junto a la mesa rimax que hacía las veces de escritorio y comedor según las urgencias del momento. Le alegraba pensar que la casa de campo a la que siempre se escapaba ya era propia. El motivo de su fuga era el afán por la lectura. Movía todo su horario para tener los días de fin de semana dispuestos. Mentía, evadía, se escapaba. Ya estando allá era más fácil inventar cualquier excusa: más de un noviazgo había perdido por esa razón. «La ciudad es el peor invento de todos, obliga a estar juntas a pequeñas máquinas de violencia intercambiando transpiración, virus y ruido», era lo que siempre repetía. «Las ciudades fueron concebidas para que uno no pueda leer tranquilo».
Le gustaba pensar que, mientras el resto del mundo estaba padeciendo el tedio de volver cada uno a su casa entre trancones, gritos y bochorno, con la preocupación permanente por los gastos, cada vez más elevados; o, más tarde, otros disfrutaban del amor, oficial o clandestino, en un sinfín de habitaciones; a él lo inundaban las historias que armonizaban con la noche solitaria. Los mortecinos espasmos provenientes de algunas fondas camineras en montañas vecinas, apenas los percibía, armado con un parlantico donde sonaba la sinfonía 41 de Mozart; y toda esa vida que seguía pululando las casas, las calles y los bares, allá lejos, le llegaba como el recuerdo del sueño de la noche anterior. Cuando por fin gozaba del respaldo en cuero de su tabrete, se olvidaba de todo aquello. Lo más real, y casi lo único excepto la melodía, era la ficción de las páginas.
«Pero si las ciudades solamente fueran para visitar librerías, bibliotecas, museos y archivos, no serían un lugar tan lamentable», se le ocurría pensar por intervalos. «Aunque viéndolo bien, lo que hace buenos estos lugares es que son poco concurridos. Si la gente fuera a visitarlos cual supermercados o estadios, serían una grave afrenta a nuestra misantropía». Lo curioso de Justo Amador era que desde fuera parecía del montón, una persona que trabajaba como cualesquiera, montado en la cinta transportadora y monótona del mundo asalariado; pero contrario a casi todos, era consciente de que era tiempo que estaba prestando no por mucho, que sus días de empleado eran ilusorios y los de su ocio valían por todos ellos. Se levantaba sabiendo que cada día estaba más cerca de disfrutar las horas que solamente a él le pertenecían. Además, tenía un ahorro importante y sus días de alquilarse para el enriquecimiento de alguien más estaban contados. No veía los libros como una evasión o un placebo, eran un acto de reencuentro con su ser verdadero, y defendía que la literatura era lo que más le pertenecía, pues lo acompañaría aún en la fealdad, la invalidez o la miseria.
Sus últimas lecturas venían tejiendo acontecimientos fatales, no por un acto dirigido, sino por simple (o compleja) casualidad. Pero eso le favorecía bastante: permanecía sumido en el suspenso, sintiendo a cada salto de línea el vértigo y la emoción de la inminente desgracia, a la vez que comprobaba que, si esos hechos se aplicaran a su realidad física, no a dibujos del relato, sino a caras visibles en la estación del metro o en la fila de un cine dispuestas a aniquilarlo, sería el espanto. Aunque la literatura, y de eso no había duda, era todo su mundo, sabía que esa muerte que leía con tanto fervor no lo tocaría nunca; que esa sangre no mancharía jamás sus manos o las páginas.
«La literatura nos salva de morir», dijo en voz alta para sí mismo, en un intento por controvertir la fatalidad que estaba leyendo. «Los grandes autores mueren una sola vez para vivir entre nosotros todos los días. Al contrario de los cobardes de Julio César, que están muriendo a diario antes de morir de verdad». Justo Amador regresaba al trabajo los lunes y ninguno de sus “compañeros” se imaginaba lo que llevaba por dentro. Tampoco era el más sociable, y los comentarios durante toda la semana sobre realities, casas de los famosos y farándula plebeya, no estimulaban demasiado la conversación. Solamente uno de ellos le caía bien, era de mantenimiento, escribía poemas que no eran de su gusto y lo saludaba con un «Quiubo papi» que siempre le hacía soltar una carcajada.
Con él entretenía sus horas de oficina, era como una especie de golpe de realidad ver a ese sujeto existir con una simpleza tal que daba la impresión de que vivía en un eterno presente, como los animales. Alguien así, sin ambiciones de nada ni noción de futuro, además de que le parecía un personaje sacado de la alquimia literaria, lo relajaba y no desentonaba demasiado con sus intenciones propias de vivir en retiro y aislamiento. Aunque le disgustaba su afición al aguardiente, que disimulaba en un frasco de agua que ya todos sabían lo que contenía. Cuando no le rechazaba sus constantes invitaciones a «tomar fresco», escuchaba sus pensamientos sobre el establecimiento pacifista del anarquismo mundial, que alternaba con poemas de Lezama o Ernesto Cardenal. Justo Amador no le discutía nada y pensaba que sus planteamientos eran muy acordes con su personalidad y estilo de vida.
Justo Amador llegó a la literatura por medio de una enciclopedia que habían pagado por cuotas en su casa y en la que siempre buscaba artículos sobre mitología griega, sagas artúricas y supersticiones medievales. Temprano en su juventud, leyó a Platón y por un tiempo estuvo contaminado de esa idea de transmigración y trascendencia, que le hizo temer por sus comportamientos en el reino temporal; después se topó con Dante, y aunque sus tormentos infernales podrían haber exacerbado su miedo, más bien lo recibió como el epítome de la imaginación y el talento, y se olvidó de sus temores originales; al final, su estado permanente fue sentir que en Borges leía a todos los autores, en todas las épocas y todas las culturas, sentía su obra como el resumen de todos los actos de los hombres.
Su pasión actual eran el misterio y la literatura policial. Sabía que era cliché, pero estaba inmerso en las pesquisas, las pistas erróneas, las conjeturas. Había adquirido simpatía por un fugitivo cuya causa consideraba justa. Alternando con las coartadas y las intrigas, visitaba relatos de terror sobrenatural. Uno de los libros que llevó para leer ese fin de semana trataba de un hombre que siempre se escapaba segundos antes de su muerte inminente. Justo Amador lo compró en un agáchese de la terminal, cuando corría presuroso a coger el bus que casi lo deja. Vio la carátula, el autor conocido, preguntó «¿cuánto por este?» y se lo llevó por nada. Sabía del argumento porque leyó la solapa en el trayecto. Llegó a las seis de la tarde como de costumbre y se sentó en su ansioso tabrete de cuero una vez más. La narración lo atrapó, se puso del lado del protagonista que siempre estaba un paso por delante.
Fue a servirse un tinto espeso después de un rato, porque no tenía intenciones de irse a dormir temprano. Retomó el libro por la mitad, en un pasaje en el que se definiría una escapada del personaje hacia algún lugar de Suiza; en realidad, se trataba de descubrir cómo el autor le daba los giros a su relato, la supervivencia del personaje no estaba en duda, incluso Justo Amador se había adelantado un poco para comprobar que el capítulo siguiente se llamaba «Ginebra fatal», título que en su ambigüedad estimulaba la expectativa. Los perseguidores habían entrado de noche en la casa del protagonista, quien se había ocultado con éxito detrás de una cortina, que de manera insospechada lo hacía imperceptible aún ante ojos celosos de eliminarlo. Sus enemigos no activaron las luces, porque también a ellos les favorecía la penumbra, el momento era de una tensión extrema, mientras hacían con la mirada una inspección final a la habitación.
Justo Amador, en el silencio de su corredor, bajo la luz mortecina de una lamparita, seguía la escena aguantando la respiración, con el alma en un hilo; la clave era el silencio, cualquier susurro condenaría al protagonista: era lo que Justo Amador quería emular. Abstraído, mientras leía que los perseguidores se disponían a marcharse, tumbó el pocillo donde había servido el tinto. En un instante miró los fragmentos en el piso y sintió un vago olor a pólvora. Cuando regresó a la narración, el resto de la página estaba en blanco, y todo el libro siguiente se había convertido en un paquete de hojas inútiles, sin la menor huella de haber albergado tinta ni palabra alguna que relatara las aventuras de un personaje que no podía morir.
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Ilustración de Luis Miguel Carvajal (@lu.s_oddcabinet)
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