[Crítica literaria]
Expondré algunas breves y esenciales percepciones relativas a la novela Gradiva de Wilhelm Jensen. De ella quiero resaltar la manera en que los novelistas siempre, y casi por regla general, son quienes reconocen mejor y más a profundidad todos los conflictos humanos y ofrecen de ellos las mejores descripciones. Siempre que se quiera conocer a cabalidad una época, una emoción o un acontecimiento particulares, la fuente más esclarecedora y viva serán las obras literarias que de ello se tengan. En el caso nuestro, la pequeñísima novela del casi anónimo autor alemán aborda el tema de la ninfa, tan caro para la evolución del arte en Occidente: esa supervivencia de las formas que tanto obsesionó a Aby Warburg, trabajada desde la magia que ofrece la literatura, con su narración sentimental y sin obligaciones teóricas. Destaco, además, la profunda relación que hay entre esta manifestación y el sueño y, muy especialmente, la sensibilidad, cuando todo ello confluye en el conocimiento de un hombre apasionado por su saber. Empecemos por acá.
Norbert Hanold, nuestro protagonista en esta apasionante novela, es un arqueólogo solitario, un erudito de fuste y misántropo consumado, cuya naturaleza queda confirmada en el desprecio hacia las parejas en los vagones del tren y, más que nada ―detalle genial de su personalidad―, en el odio innegociable que siente hacia la musca domestica communis, a la que describe como aquello «en que había encontrado el mal absoluto su expresión y su realización», agregando que «ellas habían ya ahuyentado de la cabeza de Esquilo los más sublimes pensamientos poéticos; habían inducido a Fidias a errar un golpe de cincel de modo irreparable». En estas sutilezas se reconoce a los grandes escritores, este detalle acentúa el carácter de su personaje con fineza y precisión. Hanold es un hombre que no quiere que lo molesten, la más leve alteración lo descompone. La entrega que experimenta hacia su saber arqueológico, aunada a su deseo permanente de tranquilidad, le otorgan una sensibilidad ante el mundo equiparable con un tipo de locura propia de los poetas y melancólicos, condición nada alejada del Augusto Pérez aparecido en Niebla, de Miguel de Unamuno, personaje sumido en un sueño de la realidad, quien por soñar a la amada no se da cuenta cuando esta pasa por su lado.
A Hanold le sucede que el sueño irrumpe en la realidad y empieza a ver por medio de los ojos del ensueño. Arqueología y pasión confluyen en él cuando el bajorrelieve de la sutil virgen romana lo inunda y lo pierde en un sentimiento desaforado, absurdo, triste muchas veces, pero bastante poético y noble. Indispensable destacar que la razón que motiva a Sigmund Freud para hacer su análisis sobre la novela es «examinar los sueños que no han sido nunca soñados; esto es, aquellos que el artista atribuye a los personajes de su obra y no pasan, por tanto, de ser una pura invención poética». A Hanold de repente se lo ve en menesteres bastante particulares: sale a la calle a observar señoritas porque el detalle del pie levantado del bajorrelieve lo ha impactado. En este acto veo yo al amante, a las extravagancias del hombre enamorado; pero veo también al arqueólogo apasionado, porque es una pieza tocante a su profesión la que le despierta el sentimiento.
Aunque en el relato se señale que Hanold «no encontraba —en verdad— desde el punto de vista de la ciencia que enseñaba, nada de particularmente notable en este bajorrelieve», no cabe duda de que es un sentimiento de amor arqueológico, ya que no es una pintura, una descripción ni un grabado, la imagen que lo cautiva. Por eso, esta «fantasía pompeyana», como la denominó su autor, es una de las más bellas y particulares historias de amor de la literatura, entre las miles que hay. Es el sentimiento que a mi parecer predomina en todo este delirio en que entra el protagonista cuando decide emprender ese viaje en busca de la pobre dama enterrada, seguramente, bajo las cenizas dejadas por el Vesubio.
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Hablando de la supervivencia de la forma, Jensen comprende claramente el sentimiento warburgiano de la ninfa: Norbert Hanold se fija con claro detalle en las ondulaciones del cabello y los pliegues del vestido cuando la figura de su sueño camina por las milenarias calles de la ciudad de Pompeya. Ve de manera muy clara cómo la dama se levanta el vestido con la mano izquierda y deja ver el delicado paso con la planta y el talón del pie levantados casi verticalmente. La forma moldeada para la posteridad en un bajorrelieve antiguo sobrevive en el sueño del apasionado arqueólogo, y después, en esa materia real e incomprensible que es la figura que camina. Cuando nuestro pobre hombre consigue hablar con la figura de su sueño en la Casa di Meleagro, una mariposa dorada revolotea y se posa en los cabellos de Gradiva; esa noche, al acostarse, lo visita su adversaria la musca domestica, pero esta vez la toma por la mariposa adorada de la tarde: de la expresión absoluta del mal, la pequeña mosca pasó a ser «una Cleopatra aurirroja que revoloteaba a su alrededor». Detalle contundente para comprender el cambio que se había operado en su consciencia.
Durante la extrañeza de estas apariciones, cuando puede Hanold hablar con el motivo de su delirio, me sugirió la lectura un ambiente fantasmagórico de una Comala habitada por fantasmas. De Juan Preciado que busca a su padre entre figuras brumosas que desaparecen, pasamos a Norbert Hanold que busca a su amada ―más que cualquier otra cosa― entre figuras verdaderas y detestadas por él; pero ella también, dado el momento, desaparece y le aterra tocarla por descubrir su condición de espectro. De la Pompeya marmórea y trágica pasamos, en el transcurso de unas pocas páginas, a la Comala desolada y rural.
Pero más que cualquier otra referencia literaria, esta pequeña pieza maestra de Jensen recuerda una lectura que, es apenas obvio, conoció el autor. Se trata de cómo Norbert Hanold tiene que hacer un viaje de quilómetros, sometiéndose al tormento que le brindan los amantes en el tren y en los hoteles de Pompeya, que lo hacen arrepentirse de su viaje desquiciado, todo para encontrar el amor que tenía en su casa vecina, en su ventana contigua. Como sucede en el relato de la noche 351 de Las mil y una noches titulado «Historia de los dos que soñaron». En él, un hombre de El Cairo sueña que en Ispahán hay un tesoro reservado para él, por lo que emprende un duro viaje hacia Persia, en donde por desgracia lo torturan y arrestan por culpa de unos ladrones que entran en la mezquita donde pasa la noche. El capitán le pregunta de dónde es y porqué está tan lejos de su casa; cuando el hombre le cuenta, el capitán se ríe hasta mostrar las muelas y refiere su sueño en el que le indicaban que bajo la fuente de un jardín encontraría un tesoro. Lo deja en libertad y este hombre, que ha reconocido el sitio del sueño del capitán como el jardín de su casa, desentierra el tesoro. Fue así como, para hallar el tesoro en su jardín, tuvo que hacer un viaje peligroso y lejano, además de padecer tormento. Jean Cocteau, después, se inventaría un pequeño relato en el que por el gesto de amenaza de la muerte un joven jardinero intenta huir de ella hacia Ispahán, no sabiendo que era en ese lugar donde tendría el encuentro con ella esa misma noche.
Es evidente que Jensen conocía Las mil y una noches y recibió su influjo al componer su novela. Siendo así o no, es admirable cómo logra la misma magia del relato árabe, para otorgarle a su obra un final que es de los más sutiles y bellos que se pueden leer. Es la consumación del sueño, de la búsqueda y de la felicidad, ese instante eterno en que Gradiva —Zoé Bertgang después del beso rehabilitador— atraviesa la calle «envuelta por las miradas soñadoras de Hanold».
Por estas cortas referencias, pequeño boceto de lo que es Gradiva, su autor es ese novelista demasiado sensible: al arte, a la historia y al corazón de un hombre abrazado por una pasión. En todo libro de todo escritor hay biografía (dijo Mujíca Láinez), sin duda Jensen sentía lo que su personaje, y con muy pocos recursos de longitud, pues la obra se destaca por su brevedad, pero con un enorme material poético y metafórico, logró esculpir un breve y emocional monumento literario. Llama la atención que pudiera trabajar de un modo tan claro lo que en Warburg se denominaría supervivencia (Nachleben), con la magia de la narración en una figura viva, y una figura del amor. Logra también un personaje particular y muy querido para mí, como lo es este arqueólogo, duro con los seres que lo rodean, pero sensible a las rarezas del arte y de su ciencia.
Fin
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